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Mientras camina, Bragada aprovecha para reponer fuerzas comiendo alguna de las hojas del viñedo. Es una mula fuerte, pero algo de alimento nunca viene mal bajo un sol de justicia en julio. La propietaria de la viña, Bárbara Palacios (Barbarot Wines), le regaña con sorna:«¡Oye, no te comas mis cepas!» Si fuera otra viña, Miguel Ángel Mato ya le hubiera puesto el bozal al animal, pero aquí no hay herbicidas. Aun así, le abronca en ese idioma único y casi perdido entre humano y mula que solo ellos comprenden: «Güesque, güesque, soooo, arre, arre...». Asegura que es sencillo, pero ese entendimiento solo se consigue con años de cariño, paciencia, esfuerzo y muchas horas juntos.
Bajo la imponente vista de los riscos de Bilibio, la viña promete otorgar un fruto especial. Y es que el vino no miente. Cuando hay tiempo y amor por el trabajo, el resultado es singular. La labor de Miguel y su hijo en esta finca es necesaria por varias razones. Por un lado, el deseo de Bárbara de tratar con especial cuidado esta tierra, recurriendo a la labranza a la antigua usanza, con la que se cuida el terreno de una forma más específica, viendo casi metro a metro sus necesidades y pisando menos la tierra. Por otro lado, el espacio disponible. «Con tan poca distancia entre las cepas no puede pasar un tractor y, al estar tan juntas, se desarrolla más competencia entre las plantas, que sufren. Eso es bueno para la uva», explica Bárbara.
«Esta viña en concreto fue plantada en 1932, pero durante mucho tiempo ha estado lleca. Hace unos años decidimos utilizarla y plantamos en tres escalones para aprovechar el terreno y para crear una densidad de plantación más elevada de lo normal», explica la enóloga. «Yo quería darle a este rinconcito un trato especial. La verdad es que le está costando reproducirse y equilibrarse, pero para mí es diferente por el lugar y porque es la única que mi padre sigue diciendo que es suya, que no me la tiene alquilada, así que me gustaría hacer algo especial con ella», añade.
Mientras habla, Merlot, el perro de Bárbara, pasa entre las cepas buscando algo de sombra. Está muy acostumbrado a las mulas, pero aun así se lleva algún susto. El paso es estrecho y la mula va a lo que le manda Miguel. Ya se sabe que son muy tercas. «Hay que tratarla bien, y jamás pegarle. Si lo haces, algún día te la devolverá», explica.
Hoy, Marino, la otra mula que acompaña a Bragada, se ha vestido de gala. Venía la prensa e iba a haber cámaras, así que no ha escatimado ni cascabeles ni sesión de peluquería. El pelaje, perfectamente cortado, tiene un brillo dorado que despierta las envidias de la reportera. «Le echo aceite de oliva en el pienso. Es infalible», explica Miguel. El sol saca los reflejos del pelo, bien cepillado, que llama la atención del fotógrafo incluso desde la carretera y regala la foto que ilustra este reportaje.
Terminado el trabajo, mientras disfrutamos de Puppy y Barbarot, los vinos de Bárbara, Miguel presiente qué quiere Bragada, inquieta: «Suéltala, que se tumbe, que se lo ha ganado».
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