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Este es el primer envío de la nueva Newsletter de vino, 'La poda', que publicarán cada miércoles Alberto Gil, Juan Carlos Berdonces o José Martínez Glera. Por ser la primera, hoy la puedes leer en abierto, pero a partir de la próxima semana será un ... envío exclusivo para suscriptores. Si quieres recibirla, puedes suscribirte aquí. Y si quieres, aquí te contamos todo sobre nuestras newsletter.
El campesino muere. Leo un magnífico artículo de Julie Roux (Le Monde) -la fiebre del rosado- sobre cómo 2022 fue un año récord de transacciones de fincas vitícolas en la Provenza, cómo la flor y nata de Hollywood, reconocidas personalidades francesas, propietarios de empresas del lujo o fondos de inversión adquieren viñedos ante la fiebre del oro rosa. Los que venden son viticultores, campesinos provenzales durante generaciones, en algunos casos encantados para comprarse un cochazo y, en otros, a regañadientes porque no pueden afrontar los elevadísimos impuestos de sucesiones para titularizar sus propias tierras familiares cuyo valor se ha disparado en las últimas décadas.
Miro a mi querida Rioja y, aunque aquí la tierra, el kilo de uva y la botella de vino amenazan ruina, y no precisamente oro, veo un final similar para nuestros campesinos. Al cosechero del siglo XX no lo mataron, al menos no únicamente, las cooperativas -cuya misión original dista mucho del desempeño actual como granelistas-, sino la burocracia. Es una idea que escuché una vez al viticultor Luis Alberto Lecea y, cuarenta años después, la burocracia, junto con la ceguera de las administraciones públicas y una política agraria europea, nacional y regional que premia al malo frente al bueno, va a terminar de apuntillar al cosechero, al campesino del siglo XXI.
El vino es un maravilloso producto con el que, por sus intangibles emocionales, se puede intentar sobrevivir sin seguir los dictados de la economía de escala, pero la avidez por elevar las producciones para obtener uva barata, como sucedió en Cava, ha sido una tentación irresistible. Recuerdo la entrevista que hace ya cinco años hice con el profesor Manuel Ruiz Hernández y cómo, advertía, de que el aumento de los rendimientos de producción era el timo de la estampita para los viticultores. Qué razón tenía don Manuel.
Se puede manejar la estadística como se quiera, pero la realidad es que la espantada de viticultores que se está viviendo ahora mismo en Rioja no tiene precedentes desde la filoxera. Si hablas con cualquier bodega son decenas los propietarios de viñedo que se les han acercado para pedirles por favor que les lleven, aún a renta cero, las tierras que toda su vida han trabajado. La figura del rentista (un cultivador que gestiona la viña y aportaba un 30% del rendimiento a su propietario) fue un parche que funcionó durante años, pero la realidad es que, ni muchos menos, quedan en Rioja los 14.000 viticultores de los que alardea el Consejo Regulador, sino apenas unos miles (contados con una mano) y veremos los que sobreviven a medio plazo. Algo parecido sucede con las bodegas que la estadística oficial sigue situando por encima de 600, pero que no llegan a las 400 comercialmente activas.
El viticultor ha entregado la cuchara y de esta crisis Rioja, y probablemente buena parte del planeta vitivinícola, no saldrá como la conocemos. Por éxito o por ruina, habrán muerto los campesinos y caerán también muchas pequeñas bodegas en este camino de sobreproducción al que hemos llegado. Si el modelo, incluso si los vinos, acaban siendo peores o mejores que lo juzgue cada uno, pero sin viticultores ni cosecheros no habrá vida en los pueblos y la ceguera administrativa que, en lugar de utilizar el elevadísimo soporte de dinero público existente en este sector para proteger al auténtico viticultor y al cosechero, lo ha entregado en dar subvenciones para cultivar y para modernizar estructuras siguiendo las economías de escala e incluso, en los tiempos más recientes, para la prostitución del concepto de sostenibilidad.
España acabará siendo la gran 'pila' de Europa, el gran abastecedor de energía al rebufo del cambio climático, mientras que los más escasos terrenos fértiles y singulares acabarán en manos de ricos propietarios y de capital internacional que, como hacen los fondos de inversión financieros e inmobiliarios, desalojaron primero a los inquilinos originales.
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