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Cuenta los años por vendimias, y van 78, aunque Ricardo Fernández se queda corto. En realidad, tiene 92 años y ayudó en la viña desde muy niño, pero a los 14 su padre falleció y así empezó su propia cuenta: «Tenía un hermano de seis años y una hermana de dos, así que no quedaba otra: por el día iba al campo y por la noche a la academia», recuerda. Corría el año 1945 y su primera 'cosecha' fue un desastre por una brutal helada: «Fue tremenda... Entre mis tíos Jesús y Gonzalo y yo no llegamos ni a 280 cántaras, pero entonces las dificultades eran lo común».
Ricardo Fernández forma parte de la tercera generación de Bodegas Abeica (Ábalos), donde hoy la cuarta y la quinta cultivan 38 hectáreas de viña en Ábalos y San Vicente. Es viticultor y lo será hasta su último aliento. Cada día visita los viñedos familiares y, por la tarde, lleva su propia huerta. Una vitalidad sorprendente: «Esta generación es de otra pasta», comenta Isabel Fernández, una de sus cuatro hijos, al tiempo que muestra un vídeo con Ricardo desnietando: «Es increíble..., ni podemos seguirle el ritmo».
En todo caso, la viticultura de aquellos años 40, de posguerra y pobreza, poco tiene que ver con la actual: «Teníamos un poco de viña, unas pollas, algo de ganado, incluso tres o cuatro vacas llegamos a tener...», detalla con una sonrisa pícara. «Es decir, una explotación para sobrevivir como tantos otros». El viticultor heredó una pequeña bodega en su casa del pueblo y compró poco a poco pequeños majuelos y fincas para plantar y completar su 'hacienda'. No entiende lo que pasa ahora en Rioja con las destilaciones y las reducciones de producción: «Ufff, el año pasado igual dejamos mil cantaras en el campo. Lo dirá el Consejo Regulador, pero a mí me parece rematadamente mal».
Ricardo y David, sus nietos y quinta generación de Abeica, que han dado en los últimos años una vuelta de tuerca a la bodega para pasar de los mercados locales a llevar sus vinos a algunos de los mejores restaurantes del mundo, sonríen: «Para nosotros es mucho más fácil, los abuelos hicieron las viñas, minifundios trabajados a mano, y nuestros padres hicieron la bodega de elaboración», apunta Ricardo, nieto. «Pero esas viñas lo son todo–continúa–, con una biodiversidad extraordinaria, con melocotoneros, olivos, nogales... y cepas plantadas a barbado con sarmiento propio que nada tienen que ver con las que se hincaron a partir de los 80 en las que sólo importaba la producción».
Ricardo, senior, fue casi autodidacta: «Plantar no tiene mucho secreto, tempranillo, con un poco de garnacha para abocar los vinos en la tierra buena, y viuras, en la tierra mala [la más pobre]». Es la composición tradicional de los viñedos de la Sonsierra y con los que Ricardo y David, los nietos, han creado la nueva colección de vinos parcelarios: «Ellos seleccionan por viñedos y nosotros lo hacíamos por vinos, que es casi lo mismo», explica Ricardo Fernández. «Los cosecheros –continúa– los clasificábamos por los 'menos buenos', que eran los de lágrima; los medios, y las cubas buenas».
Desde el primer momento, se ocupó también de la comercialización: «Venía gente de Vitoria, de San Sebastián... Yo estuve muchos años con Jesús, que tenía un almacén en Vitoria, pero una cosecha me quería pagar muy poco y empecé a vender en garrafones; luego en botella, que daba un poco más de margen y, más tarde, los hijos dijeron que debíamos hacer una nueva bodega y empezamos a vender ya con nuestra marca».
Así nació la actual Abeica, pero antes, en 1972, Ricardo ya había ampliado en Ábalos, en el pueblo, con una segunda bodega que sumó a la original, para «cinco mil cántaras en lagos, en uva, y para otras 5.000 en vino, en depósitos de hormigón».
Sonríe en la entrevista mientras invita al cronista a degustar una oliva: «Coge de las gordas, son las de mi mejor olivo...». Al plato de aceitunas le acompañan dos vinos: Longrande Reserva, el top que él mismo empezó a elaborar con sus hijos en la actual bodega de 1989, un maceración carbónica de la cuba buena y de larga crianza, y Abeica Carronillo, un parcelario de un viejo viñedo plantado por Ricardo que la quinta generación vende a unos 40 euros la botella. «Están muy buenos los dos, pero a mi me gusta más éste», señalando al reserva. «Pues el otro se vende a cuarenta euros la botella...», le espeta el cronista. «Son cosas de mis nietos», ríe, «si lo venden, y, sobre todo si lo cobran, a mí me parece genial».
El vino ha formado parte de la vida, laboral y social, de este viticultor que, con el paso de los años ha ido perdiendo a sus compañeros de chiquiteo: «Éramos quince y entonces en los bares no daban vino, sólo vermú, así que todos los días nos reuníamos en una u otra bodega». «Ya sólo quedo yo, bueno yo y el 'Pajarillo', pero éste ya entonces sólo iba a la bodega por San Juan o Santa Águeda...».
Con su mujer, de 91 años, Ricardo sigue hoy tomando vino diariamente: «No como antes, pero no sé comer ni cenar sin vino». Pero, sobre todo, sigue activo, en las viñas y en su pequeña 'miniexplotación' dispersa de olivos, nogales y melocotoneros que plantó él mismo entre los viñedos: «Se encarga directamente y a esos árboles no se te ocurra echarles mano...», bromea su nieto Ricardo. El abuelo utiliza para sus labores el coche y el año pasado, con 91, le renovaron el carné, aunque le limitaron la circulación a un radio de 15 kilómetros de Ábalos: «Se disgustó al principio porque con 15 kilómetros no llega a la granja de Casalarreina para sus gallinas, pero, bueno, ese viaje ya se lo hacemos nosotros», aclara entre risas su hija Isabel.
Ricardo es hoy feliz esperando una nueva vendimia: «Los cuatro hijos están en la bodega y, en su momento, tuve algo de miedo, pero ya están dos de los nietos y eso es una suerte porque no le pasa a todo el mundo», concluye.
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