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Érase un camarero excelente. Érase un camarero que de repente dejaba de serlo. Érase un camarero que sin darte apenas cuenta arrojaba a otro lado el delantal, aparecía a tu vera convertido en cliente y se incorporaba a la tertulia. A veces contaba algún chiste. ... A veces incluso tenía gracia. Pero todos nos reíamos: nos reíamos con los más divertidos y con los menos, porque su autor los teatralizaba con gran aparato gestual y era inevitable soltar la carcajada, mientras nos preguntábamos quien nos despacharía el siguiente vino y quién nos serviría de nuevo el pincho de tortilla porque él se resistía a volver a su sitio. Porque érase una vez un camarero excelente que se llamaba (y se llama) Sebas, el mejor de su generación. O al menos, el más simpático. Sobre todo, si eras chica.
Bienvenidos al reino de la simpatía por arrobas, al imperio de la autenticidad. Bienvenidos a los dominios de Sebas, legendario cofrade de aquella calle Laurel de antes, la calle de toda la vida. Donde todo el mundo se conocía por su nombre. Y si no te acordabas, valía con llamarte chiguito. 'Chiguitos, qué os pongo' vociferaba Sebas. Y entonces sí. Entonces uno notaba que ingresaba en la edad adulta y por lo tanto ya era merecedor del mismo tratamiento que Sebas reservaba al resto de parroquianos, que te miraban asintiendo: ya eras uno de ellos. En consecuencia, te era otorgado uno de los muchos dones que Sebas repartía por su territorio: te cantaba una jota. Sobre todo, si eras chica.
Camarero, jotero, catedrático en la universidad de la vida. Cliente espontáneo de su propio bar y del resto de hermanos en la misma religión de la calle Laurel: a Sebas le pasaba como a todos nosotros, que a veces te aburres. Y entonces se iba, dejaba un rato la barra indefensa y luego te lo tropezabas convertido en miembro de la clientela de cualquier bar cercano. No era extraño que alguien se lo advirtiera, Sebas cayera en la cuenta y retornara raudo sobre sus pasos, excusándose ante el cliente que le aguardaba solitario a su modo: contándole un chiste. O cantándole una jota. Sobre todo, si eras chica.
Así que larga vida a Sebas, larga vida a su bar y larga vida a la calle Laurel. A la actual y también a la genuina que le tuvo entre sus príncipes. La calle donde un camarero podía ser uno y trino: camarero, desde luego, pero también cliente, confidente de su parroquia y psicólogo de guardia. Ese tipo de camarero de gran clase que administraba con sabiduría sus pócimas benditas: daba algo de conversación, un poco de vino, cuarto y mitad de tortilla y una sobredosis de simpatía. Y hoy, cuando su bar sopla cincuenta velas, sus clientes que no le olvidan le deseamos lo mismo: le deseamos lo mejor. Buen vino, mejor tortilla y un poco de conversación. Que su bar cumpla otros cincuenta años sin perder la sonrisa. Y que de vez en cuando nos visite y nos cante una jota.
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