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Logroño se echa a las calles por San Mateo como si le persiguiera un inspector de Hacienda. A las suyas de todos los días, pero también, y mucho, a las calles de Cambrills y Salou. Y las de Peñíscola, que se lleva este año. O ... a las de Viena-Praga-Budapest, el triángulo de las Bermudas del turista otoñal, la madre de todos los circuitos de autopullman de lujo con hotel de cuatro estrellas y almuerzos vino incluido todo a cien. Así que entre la población que se solaza en los baños de ola y la que arrebatan las capitales imperiales, se vienen quedando aquí los supervivientes del batallón del Piramidón; los de las peñas (cada año más menguadas), algunos taurinos (cada año, menos), algunos antitaurinos (cada año, más), los que tienen que trabajar y los incondicionales. Si a esta nómina le sumamos a los irredentos pelotazales, a los que tienen que vendimiar y a los que a la fuerza ahorcan, apañamos un grupo aparente para que, con el refuerzo de los visitantes, la foto de la fiesta quede aparente, terciadita tirando a bien, como gusta a la municipalidad.
Es la realidad que impone semejante calendario: ocho días de holganza y fiestón. Que el personal que puede se abre, se da el piro, cambia de aire. Y el que no, resiste sin alardes, y no porque no quiera sino porque no hay bolsillo que lo soporte. Y se quejan los feriantes de que a las barracas no se acerca ni dios. Y los de los bares, de que la noche está exánime. Y los de los restaurantes, de que no hay hambre para tanta degustación. Y los melómanos, de la programación de saldo. Y así será hasta alguien quiera darse por enterado de la barbaridad que supone una semana larga de fiesta para la ciudad. Una inoportuna semana de freno y marcha atrás recién arrancado el motor después de un verano largo y cálido como una meada. Como esas meadas que, como antes y como siempre, éstas sí, llenan las calles en San Mateo.
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