Si San Mateo fuera un organismo vivo, tendría el corazón cerca del Ebro. Todos sus venas bombearían hacia el ferial, donde vuelven a latir las barracas que esta vez se despliegan con un vigor cada vez más parecido al que se agitaba antes del COVID, ... aunque sin olvidar todas las medidas de higiene y seguridad que la pandemia aún impone. Si no fuera por la toma de temperatura, el control de acceso, las mascarillas y el gel hidroalcohólico que siguen presentes, la estampa de hoy no sería muy distinta a aquella previa cuando el coronavirus era una palabra sin significado para la mayoría.
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La curva de contagios declina y las barracas repuntan. Hasta 70 puestos se concentran durante estas fiestas en el lugar reservado junto a Las Norias, hacia donde cada día (si el astro no lo impide) fluye una multitud en busca de ese excitante caos de atracciones vertiginosas y trenes chispita, de sabor a churros recién hechos y manzanas de caramelo, de gritos afónicos en las alturas, peluches bizarros, globos que se pinchan antes de inflarse y cartones sin premiar alfombrando el suelo.
El de San Mateo es un corazón descabalgado. Un trozo de vida chispeante en el que se cruzan todos los sonidos, donde se mezclan multitud de olores y la nostalgia se monta en el mismo vagón que la sensación de vértigo. Ya está la ruleta girando y los corazones palpitando. Vamos que nos vamos. Que sí, que sí, que ha ganado un salchichón. Que alegría, que emoción, le ha tocado otro jamón. Dale, dale, que tú eres mi amol. Todos los regalos salen, todos los regalos tocan. Las supertortugas ninja están de vuelta en Logroño y la sandwichera para el abuelo.
Las barracas no tienen edad. Ni es imprescindible montarse en una atracción para que la respiración se corte. Basta con quedarse mirando al Flic Flac, contemplar el vaivén de la Barca Vikinga, escrutar la cara de pánico de la chavalería al salir de la casa del terror... Tendrían que cobrar por acudir como espectador y espiar el arrojo miedica con que las cuadrillas hacen fila para subir al Tecno Dance y al bajar cuentan que en realidad no da miedo, aunque les tiemblen las piernas cuando vuelven a pisar tierra firme.
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El corazón de la feria es tan grande que almacena litros de memoria. Son las mismas barracas donde los mismos autos de choque siguen empotrándose con los recuerdos de siempre. Antes esquivaban un pasado de niño, ahora rozan el futuro de los adultos. Y el crío pide montarse otra vez. La última, de verdad. Y el padre, que ya está bien. Mañana a lo mejor. Solo si te portas bien.
El corazón de las barracas se ve nítidamente porque está plagado de bombillas de colores. De raíles por donde se escapa un grito en cada curva y dardos que se quedan a un milímetro del centro de la diana. Y el premio se escurre de las manos cuando estaba tan cerca. Pero el premio es volver siempre a las barracas. El soniquete eterno, el runrún que aturde, patatas con mucho ketchup. 12, 27, 8, 13, 40, 5, 23... ¿He oído bingo? Han cantado bingo, señores.
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