Chupinazo de las fiestas de San Mateo de Logroño en 1998. JUAN MARÍN
Fiestas de San Mateo

Cuando éramos chavales sabíamos disfrutar sin un duro

Un día en San Mateo con 10 euros ·

Diego Marín A.

Logroño

Domingo, 18 de septiembre 2022, 02:00

Cuando éramos chavales sabíamos disfrutar sin gastar apenas un duro, exprimíamos las calles sin consultar el programa festivo de San Mateo, no sabíamos ni quién era alcalde y solo, casi por intuición, acudíamos a los pocos actos que nos interesaban: el 'chupinazo', los fuegos ... artificiales y las barracas. El resto del tiempo lo pasábamos en un parque, esperando a los tardones, comiendo pipas gorroneadas al amigo que las había traído de casa y vigilando por si pasaba cerca una cuadrilla de chicas de nuestra órbita ante las que poder fanfarronear como presumen los adolescentes, es decir, de forma ridícula.

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De niños, muy niños, el chupinazo de San Mateo era el acto sagrado de las fiestas y el quebradero de cabeza de nuestras madres, que temían el momento de regresar a casa. Hay quien salía peor de la plaza del Ayuntamiento que de la Batalla del Vino de Haro. Acudías al supermercado del barrio, entonces la mayoría eran Sabeco, y comprabas la gaseosa más barata.

Como éramos menores no podíamos comprar ni beber alcohol y la única bebida que poder agitar para que saliera a borbotones y que encajaba en nuestras tristes economías era la gaseosa de nombre estrafalario. Hoy las marcas blancas han arrasado con esas estanterías de bebidas que hacían su agosto a mediados de septiembre en Logroño pero en Dia, por ejemplo, se puede encontrar la gaseosa genérica de 1,5 litros por 0,39 euros, en Alcampo cuesta 0,49 la Revoltosa y la Consum de Eroski, 0,35 euros.

Como éramos menores de edad no podíamos comprar ni beber alcohol y la única bebida que poder agitar era la gaseosa

Lo de verter harina, huevos, mostaza... vino después. Nadie sabe por qué, tal vez como un tonto acto de rebeldía. Aunque no quisieras, siempre te caía un huevo, una bofetada de harina y un chorretón de vino de la bota del amigo de algún hermano mayor que, compartida entre toda la cuadrilla, regresaba vacía al dueño. Así, gastando apenas medio euro, entonces 50 pesetas, ya se había pasado la mañana. A esas edades se regresaba a casa a comer, o, si atenazaba el hambre, se mitigaba con chucherías, a menudo adquiridas desde la puerta de la tienda, cuyo dueño evitaba que pisaras, una vez hechos ya un 'Ecce homo'.

Algunos, los más atacados por ese 'paintball' de los alimentos básicos en que se convirtió el chupinazo y con los que tantos bizcochos se pudieran haber elaborado, se adecentaban como podían en las fuentes de El Espolón y Murrieta, cuya agua quedaba convertida en un vómito.

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En casa, las pobres madres se escandalizaban ante el panorama. Algunas parecían tener mayor disgusto que si el hijo regresara amputado de una guerra. Otras, expertas por regir una familia numerosa, habían vestido a sus vástagos con ropa vieja que ya a nadie valía en casa y mandaba las prendas directamente a la basura y a quien iba dentro, empujado con la fregona, a la ducha, sin abroncarlo por excederse, por una vez, con el agua caliente. El tufo que des- prendía la ropa a menudo obligaba a la matriarca a bajar la basura de forma prematura y en el camino todo el portal quedaba informado de la travesura y la técnica purificadora.

Por la tarde, una vez bajadas las pulsaciones, no había otro destino que los recreativos, ese templo de la ludopatía en los que los más jóvenes y con menos presupuesto estirábamos las horas jugando al futbolín poniendo bote o contemplando las partidas ajenas en las máquinas de moda como si fuera la televisión. Ahora los recreativos, extinguidos, se han convertido en peligrosas casas de apuestas. Entonces nuestro acceso al dinero estaba muy limitado, como mucho le birlábamos a nuestro padre unas monedas del bolsillo, y eso daba para un par de partidas y un bollo. Aquellos sabrosos bollos que eran nuestra heroica merienda.

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