Los sanmateos de 1979 -¡uff, que lejos queda el siglo XX!- supusieron mi bautismo de zurracapote, con cuaderno y bolígrafo en ristre y el carné de Nueva Rioja en la boca, como era menester durante la Transición. Por aquel entonces, las ferias de la Vendimia ... aún conservaban algo de feria, al más puro estilo medieval, y no como ahora que son fiesta pura y dura. Sin alma, vamos.

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El mismo día del cohete, que por aquel entonces guardaba horario vespertino y se lanzaba desde el antiguo Ayuntamiento (Palacio de los Chapiteles), la Peña Laurel había organizado desde el punto de la mañana las denominadas 12 horas de chiquiteo, un acto alcohólico-festivo que consistía en trasegar chatos de vino hasta que el cuerpo aguatara o aguantase. Y allí que fui yo, en cumplimiento de mi trabajo, para escribir el reportaje que me había sido encomendado. Sin embargo, me tomé tan a pecho el encargo del director que durante tres horas seguí el ritmo del chiquiteo. Entonces, el periodismo se mamaba en la calle y no al otro lado del teléfono o del ordenador. El caso es que me metí en mi papel con la misma vehemencia o más- que un joven actor cumpliendo a rajatabla el método Stanislavski.

Cuando volví a la Redacción, un tanto confuso ahora se dice achispado-, y tomé asiento frente a la máquina de escribir, las teclas repicaban casi por arte de magia y las palabras comenzaron a brotar solas en el folio. Entre otras perlas, definí a los chiquiteros de la Peña Laurel como estudiantes que sólo buscaban un poco de diversión, pero acababan el envite con ojitos de cabra cachonda. ¡Qué osada es la juventud y, sobre todo, la ignorancia!

De regreso a casa, la comida no me entraba ni un café con sal que sabía a rayos. Así que opté por la tremenda: prolongada ducha de agua fría, un alkaselser y media hora de siesta. Mano de santo, pensaba yo.

Para contemplar el chupinazo en primera fila, el gentío se arremolinaba en torno a la vieja Casa Consistorial, al comienzo Portales, ocupando también la plaza Amós Salvador y parte de Muro Cervantes. Era misión casi imposible entrar al palacio, a no ser a base de mucha paciencia, buenas dosis de diplomacia y algún que otro empujón. Como la tarde era calurosa, llegué a Alcaldía empapado en sudor y sediento, muy sediento. Trago de zurracapote, brindis, abrazos, saludos cordiales, otro brindis, chistes varios, porrón al aire y así hasta que el cohete anunciador de las fiestas de San Mateo surcó el cielo de la capital de La Rioja. En definitiva, como mi hígado aún no había metabolizado lo engullido en las 12 horas de chiquiteo, puse rumbo al periódico otra vez un poco confuso ahora se dice achispado-.

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Los dedos ya no se movían con la agilidad de antes frente a la antigua Olivetti y las ideas vagaban por mi cerebro hasta provocar una espesura más tupida que un bosque del Mato Grosso. A grandes males, grandes remedios. Segundo baño de agua fría en las duchas de la Rotativa, otro alkaselser y al tajo. Eran las diez y media de la noche. El artículo arrancaba con un «chisssspún...» y concluía como el Rosario de la Aurora.

Nunca más, me dije. Pero aún me quedaban algunos años de osadía, ¿o se dice juventud?

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