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Gorgorito, de las tripas al corazón

Gorgorito, de las tripas al corazón

Maese Villarejo cumple 60 años de actuaciones en Logroño

Teri Sáenz

Martes, 23 de septiembre 2014, 11:40

La plaza está vacía. Sobre el empedrado, sólo calor y un teatrillo de colores encabezado con el histórico escudo de Maese Villarejo. Por un extremo de la calle ingresa una señora mayor con un vestido impecable y un pañuelo de fiestas anudado al cuello. Detiene la marcha ante las lonas y, con los brazos en jarra, pregunta al aire.

¿Pero éste es el Gorgorito de verdad? ¿El que nosotros veíamos de críos?

Desde un banco escondido bajo los únicos plataneros que regalan un poco de sombra, le responde el mismísimo Gorgorito.

El auténtico, señora. Parapaaá, parapá, parapá, parapá...

La mujer da un respingo de sorpresa. Mira al escenario con un mohín de nostalgia y reanuda el camino con una sonrisa en la que caben las toneladas de recuerdos que acaban de caerle encima. Tan grande como la de Juan Díez Quintero, la voz del títere enfrentado eternamente con la bruja Ciriaca y el 50%junto a su hermana Mónica de una compañía imprescindible en el programa de San Mateo desde 1954 que esta tarde de verano ultima cerca de La Rioja los preparativos antes de recalar en Logroño.

«Esto es el pan de cada día, desde Plasencia hasta Canarias», relata Juan cuando la mujer ya ha doblado la esquina. «Gorgorito forma parte de la vida de tanta gente...», reflexiona. «Los abuelos que traen a sus nietos son los niños que lo veían hace cincuenta años». Entonces eran sus padres los que manejaban las marionetas. Actualmente es él quien lo hace prolongando una tradición familiar que ya va saboreando su hijo Alejandro, que hoy, con 19 años, le acompaña puntualmente compartiendo la invitación a conocer las entrañas de una representación que poco ha variado desde que en 1942 Juan Antonio Díaz Gómez de la Serna diera vida en El Retiro a las aventuras de cachiporra del niño Juanín que con el tiempo cambió de nombre pero no de espíritu. Juan lo confirma mientras supervisa cada uno de los detalles para que nada falle. «Muchos de los cuentos que aún presentamos los crearon mis padres y no han perdido vigencia», dice. «Otros hemos debido actualizarlos porque por ejemplo hablaban de pesetas y no de euros y el resto son los que Mónica y yo nos obligamos a escribir cada año para enriquecer el repertorio».

El de esta tarde se llama La casita de turrón y trae consigo toda la parafernalia que han empezado a desplegar dos horas antes del espectáculo «porque es matemático que si vienes sin prisa nada falla y si llegas ajustado siempre falta algo». Más de 135 kilos de material que transportan desde El Escorial entre altavoces, estructuras metálicas, poleas, cables, decorados, lonas, estacas. Y por supuesto, marionetas. El responsable de Maese Villarejo las va sacando de la cesta de mimbre donde viajan con el único privilegio de llevar la cabeza tapada con una tela para que el trasiego no deteriore los cuerpecillos de tela, fieltro y cartón que cada poco deben ir repintándose y suturando. Gorgorito y Ciriaca Rosalinda descansa hoy vienen por partida doble. Y a veces, hasta triple. «Lo peor que te puede ocurrir es que en mitad de la función se te rompa uno de los protagonistas principales;hay que anticiparse a todo», desvela mientras mira al cielo buscando al otro gran enemigo:el viento. «La gente entiende que si llueve se suspenda la actuación, pero no es consciente de que si hay mucho aire resulta complicadísimo y tiene además mucho riesgo». Hoy el astro es benévolo. Aún falta una hora para arrancar la sesión y Juan revisa dentro del teatrillo todo lo que va a necesitar un rato después. Son apenas diez metros cuadrados sobre una tarima en la que cabe un universo entero de cachivaches con un calor implacable que Juan y Alejandro combaten con continuos tragos de agua y polvos de talco para que las marionetas no les resbalen.

Sobre un alambre tirado a modo de tendedero dentro de la cabina, padre e hijo van colocando sus herramientas de trabajo para tenerlas al alcance en el momento que el guión lo requiera. «¿Oso Peluso?, sí;¿Pato patoso?, sí;¿Ciriaca?, sí;¿estacas?, cuatro; ¿escoba?, también;¿bomba de humo?, sí... No, mejor esta otra que tira un color más blanco».

Al otro lado, niños y mayores empiezan a tomar posiciones. Juan les observa desde dos minúsculas ranuras por donde puede observa la reacción de la gente y ver a algunos de los incondicionales de la compañía. «Fíjate en ese chaval», dice a través de las mirillas. «Se llama Rubén y acude a todas y cada una de las actuaciones que hacemos en Navarra y La Rioja», añade apuntando a un mocete vestido con la camiseta de Gorgorito que ha comprado en el puesto que ese año ofrece como merchandising, una de las pocas concesiones a la novedad que Juan y Mónica van explorando con una respuesta más que aceptable.

Lo que tampoco falta es la «puntualidad inglesa». Exactamente a la hora fijada en el reloj que dejan en un rincón visible para controlar el minutaje de la obra, descorren el telón. Gorgorito asoma y llega el éxtasis. Los niños se desgañitan, los padres aplauden a rabiar, los abuelos se emocionan. Ni la lona puede amortiguar el griterío que llega del otro lado. Descalzo para manejarse con más soltura sobre un espacio reducidísimo y pendiente de que sus cabezas no asomen por encima de la línea que marca el campo de visión para el público, Juan toma el micrófono y su voz honda y reposada se trasforma al instante en la del títere imperecedero que pregunta a la concurrencia qué tal está. «Bueno, bueno, bueno», concluye a la tercera, cuando la respuesta ha alcanzado los decibelios que reclama y puede por fin saludar a cinco chiquillos a los que previamente han pedido que Gorgorito tenga una deferencia hacia ellos.

El telón se cierra otra vez y, ahora sí, comienza el espectáculo. El que cuenta La casita de turrón hacia afuera y el que Juan y Alejandro interpretan dentro. Ambos flotan sobre las tablas intercambiando los muñecos. Haciendo aparecer uno y escondiendo el otro. Se enroscan y desenredan. Van, vienen y tornan. Mientras saca a Gorgorito con la mano derecha, en la izquierda coloca una cotorra ayudándose con el hombro mientras deja la liebre en una de las repisas y casi a la vez sube el volumen de la música. Juan no para de marcar la pauta con una seriedad inversamente proporcional a las sonrisas que genera entre la audiencia. Más arriba, te sigo, suave, con fuerza, cambia rápido,vas tú, agáchate un poco... De pronto, la tragedia. La estaca dos placas de tablerillo ensartadas para sonar con más fuerza se rompe con la fuerza del último golpe. Sin alterarse, toma otra del riel y la función continúa como si nada hasta el imprescindible Té, chocolate y café que una hora después de comenzar anuncia el final de la obra.

La plaza se despuebla. Algunos incondicionales compran su souvenir y padre e hijo vuelven a empaquetar con la agilidad que da la experiencia un mundo entero. Juan se da entonces un respiro para mostrarse él también por dentro antes de enfilar la carretera hacia Madrid para volver en una semana a La Rioja. «Lo peor de este trabajo son los 35.000 kilómetros que recorremos al año de ciudad en ciudad y las noches fuera de casa. ¿Lo mejor? Que no tengo un jefe cabreado y todo el mundo sonríe a Gorgorito. Así es fácil ser feliz».

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