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El pan, el pez y el vino es el acto de las fiestas de San Bernabé más multitudinario, tradicional y sentido. Logroñeses y foráneos de todas edades y condiciones se reúnen en desestructuradas y larguísimas filas para recibir el bocado y el trago con el ... que recordar a los que aguantaron el asedio francés en 1521.
La Cofradía del Pez prepara con mimo este acto, que requiere del esfuerzo colectivo, altruista y generoso de sus miembros y familias, y solo piden una cosa para este día: que no llueva. Porque el agua es la verdadera amenaza de esta jornada y no las tropas galas, vencidas y olvidadas.
Pero la lluvia ha aparecido, y de manera copiosa, como si estuviese mirando el programa festivo. A las 10.00 horas, cuando estaba previsto el inicio del reparto, comenzó a chispear. Luego, a llover y, minutos después, a diluviar. Un jarro de agua fría (literal) para los cofrades y para los logroñeses.
Y eso se ha notado en las filas, históricamente larguísimas y enrevesadas que, de 10.00 a 11.30 horas se han convertido en poco menos que un trámite. Llegar y besar el santo (o comerse el pan, el pez y el vino, que es lo que tocaba).
En medio de la tormenta, los cofrades y colaboradores no paraban de trabajar aunque la afluencia era escasa, un goteo de personas entre el goteo (más que goteo) de agua. Solos los irreductibles, los resistentes, armados de paraguas (los menos), tirando de chaqueta y rebequita cubriendo la cabeza o con estoica desprotección se acercaban a cumplir y a devorar los crujientes alevines.
El padre Gerardo, de la parroquia de Valvanera, entre fogones de aceite hirviente, comenzaba a entonar el 'Hermano sol', para ahuyentar las tormentas. Mientras, otros miembros de la Cofradía del Pez, con vocación propia de los meteorólogos de los equipos de Fórmula 1, anunciaban que a las 11.10 horas cesaría la lluvia. Ya fuese por obra de la fe o de la ciencia, pero la verdad es que ha dejado de llover a esa hora.
Y las raquíticas colas matutinas, crecían y se robustecían minuto a minuto, dando lugar a esa enmarañada y sinuosa sucesión de curvas que se forma siempre el 11 de junio con el Revellín como epicentro. Por fin para el pez había que esperar, que es lo que manda la tradición.
Y las más de 27.000 raciones de truchas de piscifactoría, pan sobado y vino de Vivanco se repartían con presteza, aunque siempre insuficiente para saciar tantas ganas de tradición. Si a primera hora de la mañana el cofrade mayor, Fernando Azofra, se lamentaba por las inclemencias del tiempo («llevamos tantos y tantos días en Logroño en los que se anuncian precipitaciones y nunca caían y hoy, justo a la hora de empezar, caen»), luego se felicitaba con los suyos porque la normalidad se imponía y los logroñeses, por fin, salían de sus cobijos.
El 'meón' de San Bernabé había terminado su labor, fertil y necesaria para los campos, y permitía a sus miles de fieles disfrutar de la esencia de esa ciudad que perdura, el Logroño de las tradiciones, el encuentro y la calle. El tiempo iba a respetar ya hasta el final de la mañana, con los ciudadanos saliendo de sus casas más tarde de lo habitual pero dispuestos a no perdonar uno de los vermuts del año. La tormenta ya era historia.
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