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Qué han hecho los romanos por nosotros?», se preguntaban los líderes y únicos miembros del Frente Popular de Judea en la película 'La vida de Brian'. «Bueno, aparte del alcantarillado, la sanidad, la enseñanza, el vino, el orden público, la irrigación, las carreteras y los baños públicos, ¿qué han hecho los romanos por nosotros?», se cerraba la conversación.
Cabría hacerse la misma pregunta, pero con los franceses. ¿Qué habrían hecho los franceses si Logroño no hubiese resistido en 1521? Pues difícil responder (tal vez cenas a las 19.00 horas, calles silenciosas y poco iluminadas, baguettes en vez de barras sobadas...), pero lo que está claro es lo que nos perderíamos.
Si Asparrot levantase la cabeza, tengo claro que se iría a 'portalear'. Calle arriba, calle abajo, con la alegría de los logroñeses que caminan en fiestas como si de una prueba atlética se tratase. Porque la ciudad, a lo largo de estas fechas, exige una buena preparación física. Entrar en el Casco Antiguo, habitualmente desolado y ajeno a la vida comercial, requiere durante estas jornadas la agilidad de un escapista para aprovechar el hueco, la pericia de un delantero para sortear rivales y la resistencia de un 'sherpa' para llegar a casa cargado de las mismas cosas que, año tras año, pueblo tras pueblo, se adquieren en los mercados (presuntamente) medievales (o renacentistas).
En San Bernabé también es necesario contar con buen surtido de omeprazoles debido al alto contenido graso de todas y cada una de las degustaciones que van colonizando el programa festivo (bajo la enseña tricolor iríamos de 'fromage' en 'fromage') y de ibuprofenos (¡qué no se beberá en fiestas!).
Y, logísticamente hablando, es necesario un aparcamiento, porque durante este fin de semana atravesar las inmensas llanuras y las nevadas cordilleras que pueblan la ciudad en coche se convierte en misión imposible por falta de parkings (se podría plantear trasladar el pan, el pez, el vino y, por ende, el minúsculo tramo de El Revellín a El Campillo, para facilitar el quehacer a los logroñeses).
Pero sobre todo es necesario un sociólogo y un topógrafo de cabecera que ayuden al recién llegado a delimitar esa línea invisible, pero muy presente para cada logroñés, de dónde acaba y empieza la ciudad festiva. Dónde los globitos de los niños son una nota de color exótica y dónde un aderezo más de la fiesta; hasta dónde se puede caminar portando un platito y un cubierto de plástico pongamos, con un pincho de salchichón asado, sin ser considerado un ser primitivo; en qué piedra miliaria caminar haciendo eses pasa de ser un ejemplo de diversión a un escándalo público.
Esa 'muga' fluctúa con las horas, como las mareas, pero siempre mantiene la acción de casi todos los actos en el cogollo de la ciudad (incluido el parque del Ebro) mientras los barrios permanecen en un sopor de normalidad vaciada por el embrujo de Salou y el imán de teatros callejeros, mercados, degustaciones, gargantúas, barracas y 'hippies'. El Logroño periférico, en fiestas, sí que parece un municipio de Francia.
Los capitalinos, durante San Bernabé, eligen encerrarse en sus extintas murallas para mantener vivas tradiciones, crear otras nuevas y, sobre todo, divertirse, verse y ser vistos. Que en eso no ha cambiado demasiado el mundo en estos últimos 500 años.
No ocurrió lo mismo en 1521, cuando los pocos pobladores de entonces moraban estos lares con bastante miseria y pocas ganas de festejar durante estas fechas.
Afortunadamente, los franceses no ganaron y eso se nota en la alegría de los festejos y su vocación mundana. Y menos mal que solo son cuatro días y que Logroño volverá en nada a su (lánguida) rutina.
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José Antonio Guerrero | Madrid y Leticia Aróstegui (diseño)
Sergio Martínez | Logroño
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