Marcelino Izquierdo
Miércoles, 8 de junio 2016, 18:19
El siglo XVI marcó para Logroño un antes y un después, y no sólo por el sitio de 1521, la victoria sobre las tropas de André de Foix y el voto de San Bernabé. El Fuero de Alfonso VI (1095) y la inercia del Camino ... de Santiago hicieron posible que la transición entre la Edad Media y el Renacimiento fuera apuntalando la progresiva importancia de un villorrio, que tuvo su origen en el primitivo puente sobre el Ebro, hasta convertirlo en una ciudad próspera y en plena ebullición de ideas, negocios y dinero.
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Fue el rey Juan II, padre de Isabel la Católica, quien en 1431 concedió a Logroño el título de ciudad, a los que añadió 13 años más tarde los de 'Muy Noble y Muy Leal'. No es extraño, pues, que los Reyes Católicos visitaran Logroño en 1492.
«A comienzos del siglo XVI la ciudad estaba sumida en un intenso proceso constructivo que afectó a los grandes edificios religiosos y a la arquitectura civil. La ampliación de las murallas iniciadas en 1498 permitió a los vecinos ocupar rápidamente los nuevos espacios abiertos con bodegas o casas, más o menos humildes, pero que consiguieron dotar a Logroño de un desarrollo y unas dimensiones tales, que no fueron superadas hasta que en el siglo XIX se procedió al derribo de las defensas», explica María Teresa Álvarez Clavijo, doctora en Historia y gran experta en La Rioja del siglo XVI.
Partiendo de la base de que todavía falta mucho por investigar y aún más por excavar y analizar, no es fácil saber cómo era, exactamente, la vida cotidiana del Logroño renacentista, aunque sí podemos hacernos una idea bastante aproximada.
La muralla defensiva
Antes de 1521, el casco urbano estaba protegido por una muralla, que por el norte miraba al Ebro en paralelo al río, unos metros más allá de la Rúa Vieja. El castillo, con su torreón, resguardaba el puente de piedra. Las defensas continuaban por la avenida de Viana hasta doblar hacia el sur. Si hasta hace pocas décadas se pensaba que la muralla transcurría por la actual avenida de Navarra, investigaciones posteriores sitúan su paseo de ronda a la altura de la calle Ochavo. En un giro de casi 90 grados, las defensas proseguían su perímetro (de ahí su nombre) por los muros de Cervantes, del Carmen y muro de la Mata, se prolongaban por Bretón de los Herreros y regresaban de nuevo hacia el norte a la altura del final de la calle Laurel, por una rúa denominada Terrazas y que hoy correspondería a la travesía de Laurel.
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No sería hasta después del año 1522 cuando el contorno de las murallas comenzaría a ampliarse hasta el Revellín, donde se levantaran la puerta de Carlos V y el Cubo, zona en la que hoy se representa el sitio contra los franceses.
Dado que la villa medieval tuvo su razón de ser en el Ebro, no es extraño que su estructura urbana haya quedado para siempre vinculada a su cauce. Si el primer caserío brotó en la misma orilla, con el paso del tiempo sus calles más importantes fueron alejándose del río en paralelo, siempre mirando al sur, incluso en el siglo XXI: San Gregorio, Rúa Vieja, Mayor, Herrerías, Portales, Espolón, Gran Vía, Duques de Nájera o, ahora, los barrios de más allá de la circunvalación.
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En pleno Renacimiento, la calle Mayor estaba dividida en tres tramos, de este a oeste, denominados La Costanilla, La Losada y Rúa de las Tiendas, mientras que la calle Herrerías comenzaba a reivindicarse con notables edificios levantados por familias y apellidos ilustres, como los Tejada (Monesterio) o los Anguiano (Taberna de Herrerías).
«La calle Portales era conocida como la Herbentia y convergía en su extremo este en la puerta Nueva de la muralla, junto a la casa que levantaron los Jiménez de Enciso, conocido como el palacio de los Chapiteles. Además, allí se enclavaban algunas de las construcciones de mayor relevancia, como la iglesia de Santa María de la Redonda. Junto a su cabecera se instalaría el ayuntamiento (Juan Lobo), al menos desde la segunda mitad de la centuria y, al oeste del edificio eclesiástico una gran plaza desde 1572, en la que se pretendieron celebrar festejos y desfiles militares, además del mercado, función ésta que terminó por prevalecer sobre las demás», argumenta la doctora Álvarez Clavijo.
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Vivienda y sepulcro
La abundancia de los campos riojanos, sobre todo el vino y la lana, permitió a Logroño convertirse en el centro neurálgico de servicios, comercio y exportación a Flandes de esta zona del valle del Ebro. Las gentes más adineradas levantaban primero sus casonas, no exentas del lujo y la cultura inherentes al Renacimiento, y buscaban después un lugar sagrado en el que descansar para siempre. Eso propició la construcción de nuevos templos y monasterios, así como la ampliación de iglesias medievales para poder habilitar en ellas capillas y panteones.
La ebullición económica atrajo a cientos de familias en busca de sustento, lo que pobló la ciudad de colonos, comerciantes, impresores, canteros, herreros, sastres, artesanos y un buen número de aprendices.
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Si bien no se ha hallado una documentación que corrobore los datos exactos, se calcula que Logroño pudo rondar los 8.000 habitantes a finales del siglo XVI, casi el doble que en la centuria anterior, a pesar de que las epidemias de peste diezmaron el vecindario en 1519, en 1564 y en 1599. Al arrancar el siglo XVII, la ciudad estaba más que consolidada, con el inequívoco respaldo de Casa Austria y la puesta en marcha del Tribunal de la Inquisición en 1570.
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