Manolo Sáinz se detiene en una esquina, junto a la entrada del salón de actos, en el primer piso del instituto Sagasta. La luz de febrero –una luz fría y apocada– entra por los ventanales que se asoman al patio. Mira Manolo hacia arriba, ... como si buscase algo en el techo. Señala un punto en la pared recién pintada. «Ahí estaba la campana –dice–. Mi padre tenía que tocarla todos los días varias veces para anunciar el final de cada clase».
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Las biografías oficiales insisten en que Manuel Sáinz Ochoa, alcalde de Logroño entre 1983 y 1995, nació en Cervera del Río Alhama y no mienten del todo. «Era agosto y pasábamos las vacaciones en el pueblo, así que nací en Cervera, pero ya vivíamos en Logroño», explica Manolo. La familia Sáinz Ochoa ocupaba un piso situado en lo alto del instituto Práxedes Mateo Sagasta. El padre, José Sáinz Moreno, Pepe, era el conserje del centro y Manolo y sus dos hermanos crecieron correteando por los pasillos, escabulléndose entre las figuras del museo, ocultándose en la biblioteca, trepando al tejado por escaleras ocultas. «El Sagasta era todo mi mundo; no necesitábamos más», resume.
Con los sobrinos del director y los hijos del conserje de la Escuela Normal de Magisterio, cuyas familias también residían en el edificio, formaban cuadrilla y vivían emocionantes aventuras. «Recuerdo que por unas escaleritas interiores accedíamos al tejado y llegábamos hasta el reloj de la fachada», dice. El reloj de entonces era un señor reloj, con sus pesas y su imponente mecanismo, y aquella era una excitante peripecia, llena de peligros y desobediencias. En otras ocasiones, Manolo y sus amigos le cogían la llave a su padre y entraban con un sigilo de espías al museo de reproducciones, una enorme sala con esculturas, columnas, lienzos y bajorrelieves. También bajaban al gimnasio, de cuyo techo colgaban cuerdas, y jugaban a subir por ellas. «Es curioso pero, pese a que había pasillos oscuros, jamás tuve sensación de miedo. Esta era mi casa», sentencia.
Manolo Sáinz ha vuelto hoy al instituto Sagasta, por fin abierto. En el vestíbulo principal unos obreros se afanan en dar los últimos retoques. Huele a pintura fresca. Los suelos están inmaculados y brillantes, como acabados de fregar, y la escalera principal, con su barandilla de hierro forjado, mantiene su elegancia decimonónica. Unos chavales cruzan los pasillos. Van buscando el patio. Como todos los adolescentes, parecen sospechosos de algo, pero tal vez solo estén despistados. «Es evidente que este es el instituto. Felizmente conserva la escalera, el vestíbulo..., pero el resto ha cambiado tanto que me cuesta identificar las antiguas estancias», dice.
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REFORMA
TRAGEDIA
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Los patios están ahora cubiertos y en el ala sur, las aulas, los pasillos y los departamentos tienen un aire muy moderno, aséptico y funcional, casi de película americana. La antigua vivienda de Pepe, el conserje, ya no existe. En su lugar, a cielo abierto, han instalado unos formidables aparatos de calefacción. La torre de San Bartolomé se yergue en el horizonte. «El piso del director daba a la calle y el nuestro, al patio interior –apunta Manolo–. Pero, como estaba tan alto, era muy luminoso. Yo pasaba mucho rato en la cocina, cuya ventana daba sobre el tejado. Ahí teníamos tiestos con geranios, daba el sol... En este lugar me cobijaba».
No todos son buenos recuerdos para el exalcalde de Logroño. Un día de febrero, hace 59 años, su padre bajó al cuarto de las calderas de carbón, al que se accedía por una portezuela oculta bajo las escaleras del vestíbulo. No volvió a salir. «Tenía que haber ido al dentista, pero aquella tarde bajó a avivar el fuego y ya no subió». José Sáinz murió a los 49 años, envenenado por el humo, cuando Manolo, su hijo mayor, tenía dieciséis. Fue el abrupto y devastador final de su vida en el Sagasta. «Es un recuerdo muy fuerte, muy amargo; por eso digo que este instituto para mí significa muchas cosas».
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Con ese dolor imborrable, pero matizado por el tiempo, Manolo Sáinz recorre su vieja casa. Habla con los profesores, saluda a los alumnos, sonríe.
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