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Una historia logroñesa: érase una vez un veterano vecino de la ciudad, quien hizo un esfuerzo mayúsculo para ignorar los avisos que tachan de ingenuos temerarios a quienes siguen decantándose por vivir donde vivieron sus antepasados y los antepasados de éstos: en el corazón de ... Logroño. Como quiera que, dada su avanzada edad, prefirió pasar largas temporadas en la costa levantina, nuestro hombre acabó por vender su propiedad a (atención) ¡¡¡una pareja joven!!! Con hijos, nada menos. Que osó perpetrar la proeza de caer en la tentación de buscarse un pisito en el centro y habitarlo: milagro, milagro.
Pero érase que se era que por hallarse su nueva vivienda cerca de la zona considerada más propicia para el ejercicio del botellón, disciplina de ocio que cuenta con la benevolencia policial y la indiferencia ciudadana, allá penas las guarradas que se perpetran cada fin de semana, habitar su piso acabó siendo una tortura. Un suplicio. ¿Qué hicieron nuestros amigos? Irse. Huir. Marcharse bien lejos del centro de Logroño. Y dar de paso la razón a quienes les llamaban poco menos que suicidas por intentarlo. Tuvieron suerte: pudieron vender la casa. Y donde vivían hasta ahora, los nuevos propietarios van a albergar (tachán, tachán) un apartamento turístico.
Moraleja. El centro del Logroño se vacía a pasos agigantados de quienes le deberían dar vida: los vecinos. Quienes desalojan un espacio, según el principio de Arquímedes, equivalente al que ocupan bares, restaurantes y otras tendencias del ocio, convertidas en un negocio. Contra el cual, nada debe oponerse: son emprendedores que arriesgan sus ahorros y galvanizan la actividad ciudadana a costa, ay, de complicar la vida a otros modelos de convivencia. Hay calles enteras de Logroño (no sólo Laurel) convertidas en un parque temático de la hostelería. Un auténtico monopolio que choca contra un principio por cuya supervivencia deberían vigilar nuestros representantes públicos: la gente que quiere vivir en el ombligo de su ciudad debería estar más protegida. Porque es la que (también) hace ciudad.
Como tanto logroñés, también compré de crío mis libros en elSantos Ochoa original. El de Sagasta. Me atendió gentil la matriarca de la saga desde la registradora y pasé horas acuclillado entre los anaqueles que guardaban ese tesoro: los clásicos juveniles de Bruguera. Pero estas líneas no son un canto a la nostalgia: son la constatación doliente de que cómo cambia Logroño para edificar, al menos en su zona histórica de más calado sentimental, otra ciudad. Moraleja, bis: la modernidad era esto. Ciudades sin ciudadanos. Sólo con consumidores.
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