Pepe, preparando los conocidos 'champis' del Soriano. Antonio Díaz Uriel

El mago del Soriano

Pepe nos ha dicho adiós y deja un poco huérfana a la ciudad de Logroño, que tanto le ha querido

Jorge Alacid

Logroño

Jueves, 19 de noviembre 2020, 20:30

Al mediodía de una mañana cualquiera, en el Soriano de la calle Laurel ocurre cada día un milagro: el bar está abierto. Alrededor, todo son persianas bajadas pero el Soriano resiste. Así me lo encontré un mediodía, cuando acudí con la libreta a registrar la ... memoria prodigiosa de este rincón de Logroño, patrimonio de la riojanidad. Abierto. Abierto, pero menos. Resultó que había que llamar antes de entrar porque la familia Barrero tenía cosas mejores que hacer que atender al improbable cliente: los hermanos tenían la mesa puesta y amenazaban con atacar el almuerzo, de una contundencia inolvidable. Al frente de todos ellos, haciéndose fuerte en su inseparable plancha, ejercía incluso en esas tertulias familiares como el patrón de fragata que era el inolvidable José María Barrero, a quien llamaban Pepe. Con su porte de almirante de tierra adentro, el ingenio propio de quien se ha pasado media vida detrás de un mostrador y la mirada llena de astucia, regada con alguna picardía. La mirada que nos dice adiós y deja un poco huérfana a su ciudad, que tanto le ha querido. Y huérfanos también a quienes le tratamos incluso a distancia. Los parroquianos a quienes nos administró consuelo y reparación. Los tragos y bocados que no olvidamos.

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Aquella mañana memorable, mientras el perfume de las viandas que salían de la cocina inundaba los apenas 40 metros cuadrados donde transcurrió casi toda su vida, Pepe ejerció de comandante en jefe del Soriano destilando la misma clase con que lo habrán conocido quienes visitaran su casa, pidieran un champiñón y le hicieran la pregunta fatídica, pensando ingenuos en que tal vez había bajado la guardia: «El secreto de la salsa, ¿no me lo vas a decir, no?». Impertinencia a la cual respondía con esa guasa tan suya, impertérrito el ademán, muy rápido de reflejos: «No me preguntes porque no te lo voy a decir«.

Su ocurrencia disparó una descarga de risotadas. Sus hermanos celebraron su salida con una leve ovación mientras compartían almuerzo con la visita y dejaban que Pepe entrara y saliera de su puente de mando para untar esta cazuela, rebañar aquel platillo y disolver los ricos bocados con un trago de Rioja, con esa misma vertiginosa maestría con que además mantenía mientras tanto la plancha en perfecto estado de revista, preparada para la inminente llegada de los feligreses adictos al aperitivo y calculando por lo bajini el número increíble de champiñones que a lo largo de la historia salieron de sus fogones. El cálculo de aquella cifra mágica nos llevó un rato porque resultó que ninguno de los allí presentes éramos peritos en números y porque cada vez que atinábamos con el resultado nos parecía imposible. Hasta que el propio Pepe zanjó el debate. Acertó con el total más o menos exacto, miró a los demás a los ojos y pareció de repente conmovido. En ese número se medían años de vida, una vida calculada en champiñones. Natural que se emocionara. Todos nos emocionamos un poco.

La tertulia agonizaba mientras los hermanos se abandonaban a las confidencias. Su devoción por ese cliente tipo de Logroño, en trance de extinción; su reinvención como bar para atender los recientes hábitos del turista de fin de semana; las largas filas de chavales en San Mateo, con ocasión del cohete de fiestas que disparaba aquella extinguida costumbre de la 'Laureada'... No había sin embargo nostalgia en sus palabras. Todos ellos, Pepe el primero, no se podían conceder ese lujo. En realidad, su único placer lo confesarían a continuación: cerrar ahora que podían en la semana matea y dedicarse por unos días a... A ir de bares por Logroño, pero desde este lado de la barra.

Aquella mañana, mientras hablaba con admiración de las cuadrillas tradicionales, capaces de trasegarse rondas de hasta veinte vinos, y dejaba algún recado para las generaciones venideras, las manos que ahora son mayoría en los bares del Logroño castizo («El éxito nunca viene solo, pero no se te puede subir a la cabeza») bromeaba medio en serio cuando señalaba con la espátula hacia su querida plancha (capaz de ponerse a 250 grados para succionar el delicioso néctar que envolvía esos champiñones) y repasaba su fecunda biografía al frente de un bar convertido en algo más que eso, en bastante más que un bar. Un icono logroñés, cuya pérdida no sólo llena de dolor a sus seres queridos sino que obliga a derramar a quienes sólo lo conocieron vestido de faena sus propias lágrimas. Y dota de sentido y grandeza la frase que me regaló hace cuatro años para despedir aquel artículo que hoy cobra su propia vigencia. «Hay Soriano para rato», sentenció Pepe. La frase que yo elegí para abrocharla con unas líneas que hoy adquieren otro sentido: «Larga vida al Soriano».

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Larga vida al Soriano, escribí. Larga vida. La frase me sigue sonando bien. Y ahora le añado un adverbio: ojalá. Será el mejor homenaje que pueda rendirse a José María Barrera. Pepe, el mago del Soriano.

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