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Se acabó. La larga historia del Iturza, icónico bar del viejo Logroño, concluyó ayer. En realidad, su certificado de defunción empezó a expedirse el pasado fin de semana, cuando su dueño decidió que el 1 de julio (es decir, el lunes) era una fecha ... cargada de simbolismo, idónea para no subir más la persiana del local de la calle Mayor. Ese día cumplía tres décadas de actividad, desde que tomó el bar bajo su responsabilidad, herencia de su tío. Así que Jesús Villaluenga pensó que treinta años era un trayecto profesional más que suficiente, sobre todo habida cuenta los contratiempos que ha sufrido su negocio en la última fase de apertura, con roces continuos con el Ayuntamiento desde que vetó el consumo en el exterior. Y gritó basta. Por las redes sociales. Los medios de comunicación se hicieron eco (Diario LA RIOJA, el primero) y se armó el consiguiente alboroto entre el otro flanco que distingue a todo bar que deviene en leyenda: su clientela. Que en el caso del Iturza es algo más que una parroquia al uso: la forman decenas de incondicionales. Fans muy fans.
Unos arrebatados seguidores que se movilizaron nada más conocer que 'su' Iturza cerraba. Y que organizaron por su cuenta una movilización para despedir a Jesús como entienden que merece: con un reconocimiento a esas tres décadas erigido en faro y brújula del Logroño castizo. Su respuesta tuvo tanto éxito que el propio interesado accedió a desdecirse de su intención de cerrar el bar: por unas horas, ayer volvió a abrir sus puertas. De manera que su despedida se transformó en lo que siempre ha sido el Iturza: una fiesta.
Al menos, en su etapa reciente. Antaño, bajo la dirección de su tío, el bar era uno más en la ronda de chiquiteo de la Mayor. Con el paso del tiempo, transformada la calle en un escenario más propio para el ocio nocturno, muchos de los viejos bares fueron desapareciendo y esa costumbre de la ronda decayó. El Iturza, por el contrario, resistió. Tuneado como un bar más propenso al sector más joven de su potencial clientela. Con sus calamares y sus gambas a la gabardina, sus actividades ociosas y delirantes concursos que preparaba Villaluenga en ese tramo superior de la calle. Con su pared llena de reclamos a cual más curioso. Sus anaqueles donde brillaban marcas de licores propias de otro tiempo. Con su hermoso rótulo, pintado a mano contra la fachada del inmueble en cuyo bajo se alojaba el último histórico de la calle Mayor de siempre. Un mito. Por quien estaba anoche más que justificado derramar alguna lágrima, imaginaria o no.
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