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Ponerse a hablar mal de los jóvenes es señal de que la vejez te ha atrapado sin remisión. Desde que el mundo es mundo es así; todos tenemos la tentación de recordar en nuestra fecunda madurez que nosotros éramos mejores, más listos, más educados y ... con mejor olor de pies.
No es así, claro. Cada generación tiene lo suyo, le toca adaptarse a un mundo distinto y lo hace de la mejor manera posible, que a veces es la única. Otra cosa es que a uno le gustaría haber hecho cosas distintas cuando tenía mejor cuerpo, pero supongo que eso le toca a cada cual aprenderlo sobre la marcha.
Dicho esto, en el día en que San Mateo 2020 se ha ido por donde se esperaba (o sea, por el sumidero del COVID-19) toca intentar responder a algo que ha sido dolorosamente obvio: el sector más joven de la sociedad ha pasado kilos de todas las recomendaciones sanitarias en cuanto ha tenido la oportunidad de hacerlo. Por mucho que se dijera, y por toda España. Donde se ha podido hacer fiesta, se ha hecho fiesta. Donde se ha podido reunir un grupo de amigos, se ha reunido. Sin distancia, mascarilla ni nada más. Pa qué.
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Así las cosas, mantener la ficción de que San Mateo era viable sólo era un modo de retrasar una decisión que, pese a los muchos colectivos afectados económicamente, no podía ser otra. El festeo, la borrachera y el ocio nocturno han quedado dolorosamente fuera de las precauciones contra el coronavirus. Las imágenes que nos llegaban de Logroño este mismo sábado, mientras en media España se multipicaban los brotes, eran evidentes. A todos esos zagales y zagalas que se arrejuntaban en la calle Sagasta sin más aditamento bucal que un pintalabios eso del COVID les sonaba de lejos. O, quizá mejor, no estaban dispuestos a renunciar por ello a lo más importante que tienen. Que es, como lo era para mi cuando era como ellos, lo que pasa los viernes y los sábados a partir de las once de la noche.
Luchar contra el coronavirus sólo tiene ese nombre: renuncia. Renunciamos a la comodidad por la enojosa mascarilla, renunciamos a hacer reuniones multitudinarias, renunciamos como sociedad a muchos servicios que suponen que muchos sectores económicos lo estén pasando muy mal. Y me da a mi que ese verbo, la renuncia, con su consecuencia inevitable (la frustración) no es lo que mejor lleva uno cuando vive entre la adolescencia y la madurez, cada día más temprana la primera y más tardía la última.
Así que, sí, renunciamos a los sanmateos, a su explosión única y a todo el dinero que mueve a su alrededor. Hará falta seguir renunciando a muchas cosas, mientras la vacuna no llegue o mientras sigamos leyendo que tal brote de tal pueblo fue por culpa de un cumpleaños al que fueron 50 personas. Pero mientras nos acostumbramos a que eso es una barbaridad, bienvenida sea la decisión del Ayuntamiento de Logroño, por mucho que duela. Y habría que ir buscando métodos para que la pedagogía de todo esto llegue a los más jóvenes. Porque con el ocio nocturno fuera de control no hay mucho que el resto podamos hacer.
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