Debajo de mi primera casa había un botellón. De hecho, allí estaba EL botellón. Tras unos años en los que el fenómeno había ido surgiendo por distintas plazas y parques de Logroño, la Policía Local había ido pastoreando a los chavales hasta debajo de mi ... casa, cerquita del Parque del Ebro.
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Era una delicia. Viernes y sábado fijos, y algún jueves porque sí. La cosa se calentaba a partir de la una de la mañana, pero era especialmente agradable pasadas las dos y media, cuando las chiquillas se iban para la Mayor cantando como si estuvieran pisando gatos.
Las primeras noches mi señora y yo llamamos a la Policía. Pero dejamos de hacerlo cuando empezamos a percibir el tono de recochineo con el que nos decían «ahora enviamos a la patrulla del botellón». Y porque ganas nos daban de acordarnos de la familia del honrado funcionario que nos lo soltaba, y eso seguro que era delito.
Todo, además, sin olvidar preciosos detalles como que los chavales nos meaban el portal, entraban en casa para echar unas pizzas en los trasteros, se cargaban los jardines o nos vaciaban los extintores del garaje. Todo ventajas, ya ven.
Ahora ya no vivo allí, y me cuentan que el botellón se ha mudado un poco, más hacia El Revellín y aledaños, algo menos concentrado y más móvil. Me alegro por mis exvecinos, la verdad.
Pero, las cosas como son, el espectacular botellón convive ahora en Logroño con otro más institucional y con mejor prensa. No, ya no son chavales con bolsas de plástico, sino señores con gintonic de esos que parecen una ensalada. Y aunque se sientan en la vía pública, usan para ello sillas y veladores perfectamente legales y por los que el dueño paga sus impuestos municipales.
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Tengo un familiar que vive en un primero de una céntrica calle logroñesa. Su dormitorio, como suele ocurrir en toda vivienda bien diseñada, da a la calle. Eso quiere decir básicamente que duerme a cinco metros de la terraza que coloca el bar de abajo, y que está muchos días del verano hasta las dos de la mañana. Lo cual viene a significar que durante esos meses más le vale meterse a la cama a esa hora, porque si no cuenta con no dormir.
Y no es el único. Logroño se está convirtiendo en una ciudad en la que más vale que no te amplíen la acera, porque si no, sabes que te van a plantar una terraza que te va a estar dando la murga seis meses al año. Eso con suerte: si encima el del bar de abajo es manirroto y planta estufas, será todo el año.
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«La hostelería no es la culpable del ruido en la calle», dice un representante de los hosteleros riojanos. Pues mire, de una parte, sí. Y algo tendremos que hacer entre todos para evitar que esto se siga saliendo de madre. Los bares tienen derechos; sus clientes, también; los vecinos, también. Hablemos.
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