Teri Sáenz
Domingo, 15 de mayo 2016, 22:11
'Magda' no buscó trabajar dentro de las cárceles; más bien la cárcel le buscó a ella. Tras concluir los estudios de Medicina, la religiosa nacida en Mora de Ebro (Tarragona) e instalada desde hace una década en La Rioja emprendió en 1982 un periplo ... como misionera que le llevó por los submundos de casi todo el mundo. Los primeros meses, en Londres. Los tres años siguientes, en Roma. En su guía de viaje no tenía marcados ni monumentos milenarios ni rincones con encanto. Sólo barrios degradados, extrarradios hostiles, estaciones de tren por donde gravitan los que alguna vez descarrilaron en la vida. Allí mejoró su inglés. Aprendió italiano. Pero sobre todo, cursó un máster urgente sobre seres humanos en el filo.
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Sin que lo supiera aún, aquello resultó sólo un aperitivo. Los platos fuertes de su formación estaban por escribirse a muchos kilómetros de allá. Y de aquí. En un escenario tan próximo por la cultura y lejano socialmente como Latinoamérica. A partir de 1985 'Magda' descubrió en Haití todas las acepciones de la palabra pobreza. Su escuela fue en un dispensario en el centro de Puerto Príncipe y sus maestros, los 'vagabós' a los que casi no daba abasto para atender con unos recursos ínfimos. Tuberculosos, enfermos terminales. Los desheredados de un desfile de extremos donde la única posesión es la desesperanza.
Para tomar aire, subió a un avión con destino a Washington. Un eufemismo como otro cualquiera para contar que el año sabático que se prometió se convirtió en una muesca más de su conocimiento del dolor. En aquel caso, con enfermos de sida en los tiempos en que era una palabra tabú y quienes la llevaban escrita en la sangre, candidatos seguros para la próxima muerte.
Los primeros contactos con una cárcel que en realidad son todas las cárceles -«estén donde estén hay introspección, un silencio interior que llega a ser atronador»- vinieron de vuelta a Haití. Entre los mismos que un día pasaban por su consulta y que, como si existiera un camino marcado de antemano por la pobreza, al siguiente tenía que visitar entre barrotes. La antesala de lo que un año después encontró ya de forma directa en Guantánamo. Sí, la misma base militar que tiempo después se convertiría en monumento mundial de la ignominia y que en aquel entonces acogía a una miríada de desplazados. Más de 30.000 balseros cubanos y 5.000 haitianos que huían de la dictadura y una vida truncada y acabaron apelotonados en el campo 'Rayos X' bajo un calor húmedo. Casi irrespirable. «Un fenómeno muy similar al que viven hoy miles de sirios en condiciones terribles», compara 'Magda' antes de saltar en su memoria primero a Honduras y al poco a la República Dominicana.
Del penal de San Pedro Sula al de San Pedro de Macorís. Sus años allí, colaborando con Pastoral Penitenciaria, resultaron una epifanía. El punto de inflexión a partir del cual todo lo que vendría después parecería un cuadro naif pintado en colores pastel. «Aquellas cárceles no tienen nada que ver con las de aquí», garantiza. «Hay cientos de internos que se autogestionan, mucha violencia, hacinamiento, falta de higiene, 'pinchos' suficientes como para decorar en diciembre el árbol de Navidad...» «Sí, fueron años duros», admite.
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Los mismos escenarios de aquel programa de televisión que recorría los penales más agrestes del planeta y que 'Magda' nunca ha sintonizado -«¿Para qué?; yo he visto ya con mis propios ojos todo eso»- y que también, a pesar de la tensión latente, encendían de vez en vez un rescoldo de aliento. Como cuando en San Pedro de Macorís, mientras trabajaba en la tercera planta, un grupo de presos le rodeó de repente y cuando se temía lo peor le susurraron 'váyase, por favor' un instante antes de estallar un motín que acabó con decenas de heridos.
Quitarse las sandalias
El regresó a España en el 2003 no significó abandonar su vínculo con el ámbito penitenciario. Primero en Soria y al poco en Logroño, donde desde entonces ejerce como capellana y de un tiempo a esta parte también como responsable del organismo de la Diócesis donde, con la colaboración de 50 voluntarios, despliega hiperactividad dentro y fuera de la cárcel. Tareas de prevención, atención e inserción en un trabajo que abarca desde hacer gestiones para los reclusos que ellos no pueden hacer fuera de los muros, hasta asistir a los ingresados en la séptima planta del San Pedro o una de las encomiendas donde 'Magda' se halla más plena: escuchar a los internos en esas horas de patio donde el tiempo se dilata y la libertad centra todas las conversaciones.
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Sus oídos están abiertos de par en par. A los que sufren una condena larga y ella recuerda que siempre hay tiempo de volver a empezar y a quienes en un instante han visto su vida truncada y su entorno estigmatizado. Sólo se impone una norma: no preguntar nunca por qué su interlocutor está ahí. «No somos jueces; estamos ante la persona, no su historial», dice para confesar que siempre que regresa caminando desde la cárcel hasta la ciudad -«escribe, por favor, que es necesario poner un autobús para todos los que visitan a sus familiares»- respira hondo y cuando llega a casa se quita las sandalias. Las que se manchan de barro y las que en su cerebro procesan tantas vidas encerradas.
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