Hace más de cuatro décadas que entré por primera vez a Las Gaunas de la mano de mi abuelo Juan. El viejo Logroñés jugaba contra el Erandio y yo era un pequeño que quedó boquiabierto sentado entre el banco corrido y el murete que bordeaba el césped y sobre el que, años después, se elevó una valla metálica verde.

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Desde aquel día, el blanco y el rojo han sido mis colores. Los del equipo de mi tierra. Poco a poco, lentamente, la pasión caló en mí, vibré, gocé y disfruté del Club Deportivo Logroñés para que mis sentimientos tornasen en frustración cuando el CD Logroñés agonizaba y se manchaba su nombre...

La Unión Deportiva Logroñés me devolvió la ilusión por unos colores como a muchos aficionados y a casi toda una ciudad. Por eso, lo de esta noche es importante. Y no solo en lo emocional. Hemos de ser conscientes de lo que supondría dejar el fútbol profesional sin haberlo disfrutado.

El resultado tiene consecuencias (muchas) para la ciudad y de ser favorable sería la mejor palanca de recuperación para la hostelería. Son muchos los aficionados de fuera que esperan –antes de ir a Las Gaunas– volver, entre otros, al Iruña, al Matute, a El Cachetero... previo paso por el Soriano, el Perchas, el Jubera o probar las maravillas que han leído en las guías de los 'nuevos' La Tavina, Tastavín, Torres o incluso Della Sera. Por eso hoy me gustaría ser Pita, Noly, Simeón o también Miño –el héroe de La Rosaleda–; me conformaría con ser Iñaki, Bobadilla o Sergio Rodríguez... riojanos, que van a disfrutar o sufrir como nadie lo que pase. Juegan ellos, pero (nos la) jugamos todos.

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