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Los cementerios ya no están en el centro del pueblo. Antes solían ubicarse al lado de la iglesia, en la plaza, en el cogollo urbano, al lado de los vecinos, de las tabernas, de las escuelas. La muerte era entonces una presencia habitual y cercana. Los vivos mantenían un diálogo continuo con los muertos, cuyas lápidas y cruces quedaban bien a la vista, como un aviso certero de que los afanes de esta vida solo son escombros llenos de humo y vanidad. Todavía hoy quedan en algunos pueblecitos pequeñitos señales de esa presencia evidente, con las tumbas antiguas bien pegaditas a la iglesia, como si los difuntos temieran el frío eterno y quisieran aprovechar el calor de los cirios del templo. Aquella costumbre acabó hace muchos años, aunque todavía salen huesos cada vez que alguien excava en las plazas de los pueblos para poner baldosas, árboles o columpios.
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En los municipios de ahora los cementerios están lejos, en barrios apartados o incluso en descampados, rodeados de muretes y punteados de cipreses. Son muy limpios y ordenados, pero también fríos y remotos, invisibles. Algunos, como el de Zarratón, parecen sacados de una revista de arquitectura. Otros, como el de Logroño, se convierten en laberintos cuyas calles replican el trazado hipodámico de las ciudades helenísticas. La muerte a todos iguala y cuando llegamos a los huesos abulta lo mismo Amancio Ortega que el último dependiente de Zara, pero en el cementerio, ese limbo de tierra y mármol, se mantiene aún la división en clases y tumbas apoteósicas con fastuosos aires de templete se mezclan con nichos humildísimos con apenas un nombre escrito sobre el cemento fresco.
A los cementerios van los deudos estos días cargados de flores. Diríase que tiene que llegar el uno de noviembre para que caigamos en la cuenta de que somos mortales y de que ese es, más temprano que tarde, nuestro destino. Quizá este mundo funcionaría mejor si todos tuviéramos en cuenta la advertencia irrrefutable que preside el camposanto de Lardero: «Aquí os esperamos».
Los datos anuales de los cementerios de Logroño (el de la ciudad más los de los barrios de Varea y El Cortijo) demuestran cómo la incineración va ganando cada vez más peso. En el último año (dede el 18 de octubre de 2021 hasta el 17 de octubre de 2022), en la capital se registraron 345 inhumaciones y 1.460 incineraciones. Con respecto al ejercicio anterior, se registraron 30 inhumaciones menos y 21 incineraciones más.
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