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El 7 de mayo de 1961, el Diario LA RIOJA –entonces Nueva Rioja–, en su segunda página, titulaba: «Dos mineros muertos por accidente en Villarroya». El relato de lo sucedido, aun con la prosa de aquellos tiempos, parece hoy dolorosamente actual: «A primeras horas de ayer, se advirtió en la mina de carbón Mari Pili, de Villarroya, propiedad de la empresa Sabino Royo, que en una de sus galerías dos obreros que trabajaban en la misma habían sido afectados por emanaciones de gases, cuya motivación se desconoce concretamente hasta el momento, sufriendo asfixia. También apareció con síntomas de asfixia otro obrero vigilante». Los fallecidos fueron dos mozos de Turruncún: Casimiro Jiménez Puerta, de 28 años, casado y con un hijo; y Andrés Noriega Casisiaín, de 25 años, soltero.
Al viajero que recorre Villarroya en 2025 le resulta difícil hacerse una idea de cómo era aquel municipio cuyo subsuelo estaba horadado por galerías y en el que de vez en cuando se desataban las llamas. El monte Gatún, al fondo, impone su majestuosa estampa. Las aspas de los aerogeneradores reflejan, en este lugar mejor que en ningún otro, un cambio de paradigma: de la extracción afanosa y sucia del lignito (carbón fósil) al aprovechamiento limpio del aire feroz que a veces sopla en estas cumbres destempladas.
El pueblo, tumbado en una ladera, tiene un aspecto pacífico, coqueto incluso. Varias veces al año Villarroya suele salir en los periódicos: es el pueblo que más rápido vota –resuelven cualquier elección en medio minuto– y uno de los más pequeños de España. El INE le concede cuatro habitantes, aunque por lo general solo uno, el alcalde, Salva Pérez, aguanta al pie del cañón en invierno y en verano, día y noche. En los años cincuenta, sin embargo, Villarroya bullía de actividad. Había bar, tienda de ultramarinos, baile todas las semanas y furgonetas cargadas de obreros que iban y venían de las localidades vecinas: Arnedo, Grávalos, Muro de Aguas.
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Aquellas minas daban vida al pueblo, pero también muerte. A cinco kilómetros de Villarroya, en el hoy deshabitado pueblo de Turruncún, un incendió devastó la mina La Milagrosa el 6 de septiembre de 1958. Varios trabajadores quedaron atrapados en la galería. El pueblo entero acudió en su ayuda, según dictan las crónicas, pero no pudieron salvar al propietario de la excavación, Luis Soro Ocón, de 28 años, natural de Arnedo, que murió por las emanaciones de gases. La tragedia se completó con el fallecimiento de un chaval de Villarroya, Santos Tomás Ezquerro, de 21 años, trabajador de la mina La Abundante, que heroicamente había intentado rescatar a los heridos.
En territorio riojano hubo varias explotaciones mineras: hierro en Ezcaray, plomo en el valle del Jubera, carbón en Préjano... Sin embargo, el de Villarroya fue un caso muy singular. «Hay muy pocos equivalentes en todo el mundo, quizá Centralia, en los Estados Unidos, sea el más conocido», resume Luis Otaño, químico y miembro de la Asociación de Amigos de Villarroya, cuya bisabuela, Anita, nació en la mina La Milagrosa, en la que su padre trabajaba de vigilante. «La fuerza emocional que esto tiene para la gente del pueblo es tremenda –reflexiona–. Mi madre incluso me prohibió investigar lo que había sucedido porque era muy doloroso para ella».
«Villarroya fue destruido por la mina», sentencia Otaño. Por lo general, los pueblos mineros nacen alrededor de una explotación y se vacían cuando se agota el mineral. En Villarroya sucedió al revés. A las afueras del municipio todavía es visible, como el extraño vestigio de una antigua civilización, el castillete de la mina Mari Pili, última causante de este apocalipsis local. Las galerías excavadas en el subsuelo fueron poco a poco llegando al pueblo. Cuando los lugareños estaban en misa oían incluso el estallido de los barrenos. El 5 de agosto de 1964 aparecieron grietas «en calles, casas y bodegas», según relataba el diario Nueva Rioja un día más tarde. «Los daños, de momento, no se han calculado –explicaba el cronista–, pero se estima que sean considerables ya que aproximadamente un tercio del pueblo ha quedado afectado. Si bien el peligro de derrumbamiento de algunas casas no es inminente, no se desestima por completo esta suposición debido a la estructura de la mina».
Varias casas cayeron. Días más tarde visitó el municipio el gobernador civil con una cohorte de arquitectos e ingenieros; en ese mismo momento se decretó el desalojo forzoso de tres familias ante el riesgo acuciante de que sus viviendas se vinieran abajo. Una de ellas era la de Eloísa Tomás, hermana de aquel Santos que había perdido la vida rescatando a unos compañeros tras el incendio de La Milagrosa. La casa de Eloísa, cuyo marido era minero, servía además de tienda de ultramarinos y de bar. «En un solo día, por culpa de la grieta, aquella familia lo perdió todo: tienda, bar, casa y trabajo», subraya Otaño.
Las autoridades obligaron a los propietarios de la mina Mari Pili a frenar la extracción de carbón hasta que se comprobara cuánto peligro real existía, pero el daño ya estaba hecho. El cierre de la explotación y el miedo a los derrumbamientos provocaron un colosal éxodo. En solo cinco años, Villarroya perdió 200 de sus 250 habitantes y enfiló una pronunciada cuesta abajo.
Ahora hay molinos de viento en la cima del monte Gatún y un hermoso y silencioso paisaje se despliega hacia todos los horizontes. De las antiguas minas de lignito sobreviven unas huellas industriales extrañas, casi oníricas, y un buen puñado de historias y leyendas familiares. La iglesia, que fue declarada en ruinas por la grieta, luce hoy recuperada con mimo, como el resto del pueblo, gracias al entusiasmo de quienes, aunque vivan en otros lugares, no han dejado de sentirse hijos de este insólito lugar. «Villarroya es un pueblo que está andando al revés; desapareció y está volviendo a la vida», apostilla Luis Otaño.
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Sergio Martínez | Logroño y David Fernández Lucas | Logroño
Javier Campos | Logroño y David Fernández Lucas | Logroño
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