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Una vida inesperada a 3.700 kilómetros de casa
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Familias ucranianas que se han quedado en la región cuentan cómo han seguido adelante en su condición de refugiadastextos: Pío García, FOTOS: Justo Rodríguez y VÍDEOS: NARLY CASTAÑO
Logroño
Jueves, 23 de febrero 2023
Una mañana de febrero, a Yana Asanova –16 años, natural de Jersón–, le llegó un mensaje de su profesora. Se habían suspendido las clases presenciales. Ese mismo día, ya en el autobús, su madre, Gulnara Asanova, jefa de Correos, recibió una orden de su inmediato superior para que no fuera a trabajar hasta nuevo aviso. Gulnara se bajó en la siguiente parada. Entonces escuchó la primera explosión. Tuvo miedo. Llamó a su hija. Cuando consiguió llegar a casa, casi una hora después, tranquilizó a Yana. Cogieron una maleta con ropa y algo de comida y bajaron al sótano.
Estuvieron cuatro días encerradas. Gulnara solo subía al piso para coger provisiones. «Había mucha gente, estábamos todos asustados y las explosiones no paraban», dice. Cuando abandonaba el refugio veía tanques rusos desfilando y cazas volando a ras de suelo. Un avión cayó entre llamas. Se oía el repiqueteo de las ráfagas automáticas y el impacto de los proyectiles.
Un año después, una mañana de febrero, Gulnara Asanova y su hija Yana están sentadas en unas sillas tapizadas con tela verde junto a una mesa de madera. Por la ventana se cuela una luz poderosa y alegre, casi primaveral. Yana coge una tarjeta y lee en voz alta una pregunta en español:
– ¿Qué tienen en común los cigarrillos y el asfalto?
Ni Gulnara ni sus amigos, Iulianna y su hijo Aslan, saben qué responder. Quizá ni siquiera hayan entendido bien la pregunta. Yana le da la vuelta al cartoncito y dice: «El fósforo». Todos se quedan un poco perplejos, pero sonríen. Aslan incluso levanta la mano y hace un mohín, como si hubiera ganado. Están jugando a la versión de sobremesa del 'Ahora caigo', que les entretiene y les ayuda a ganar soltura con el español. Yana lo habla ya muy bien, con un suave acento eslavo. «En Ucrania iba a un colegio en el que nos daban clases de inglés y de español», explica. Ha perdido un curso –el curso de la invasión, del exilio, del desarraigo– y ahora estudia Cuarto de la ESO en la Enseñanza. Quiere hacer el Bachillerato por letras y duda entre matricularse en Derecho o en Relaciones Internacionales. Quizá así, cuando se gradúe, pueda encontrarle alguna explicación a lo que le ha pasado: cómo es posible que hace un año estuviera caminando tranquilamente con sus amigas por los parques de Jersón, a orillas del mar Negro, y hoy se encuentre refugiada con su madre en una pequeña ciudad española del interior, en un piso de la Cocina Económica, a tres mil kilómetros de su padre, con quien trata de hablar todos los días y a veces no puede.
Yana Asanova, Refugiada ucraniana
Iulianna Chobanzade, Refugiada ucraniana
Gulnara y Yana lograron salir del país un mes después de que comenzara la invasión. A precio de oro consiguieron pagar un coche que les llevara de Jersón a Nikolaiev por una carretera minada. Invirtieron seis horas en recorrer algo menos de setenta kilómetros. «En las cunetas se veían los coches que habían pisado una mina, destrozados», recuerda Gulnara. Desde Nikolaiev, en autobús, alcanzaron la frontera polaca. Por fin se sintieron a salvo. Luego fueron empalmando trenes (Alemania,París, Barcelona) hasta llegar a Logroño, su destino final, en donde vive desde hace 24 años la hermana de Gulnara, Veronika.
El colegio de Yana le pilla a cuatro pasos de la Cocina Económica, en la calle RodríguezPaterna. Cuando acaba sus clases en la Enseñanza y llega a su nueva casa, coge el ordenador portátil y se conecta por videoconferencia con su antiguo instituto, en Jersón. «En realidad allí ya solo quedan unos pocos compañeros que muchos días ni siquiera pueden entrar en la llamada porque no hay luz o porque fallan las conexiones...», apostilla Yana. La mayoría de los profesores y de los alumnos están repartidos por todo el mundo, tratando de sobrevivir en circunstancias muy difíciles, pero mantienen afanosamente la rutina de las clases en ucraniano. También hay algo heroico en este pequeño y silencioso acto de resistencia.
Yana Asanova sonríe todo el rato y es la suya una sonrisa relajada, amable, nada estridente. Cuando está en casa y no tiene que estudiar, juega con Aslan, ve películas en el ordenador o hace puzles de mil piezas. Ahora está intentando reproducir una imagen del puente de piedra de Logroño, con la aguja de Palacio campeando orgullosamente en la esquina superior derecha. Los lunes, después de comer, Yana cruza el río y sigue clases de percusión con la Fundación Pioneros. En un local del barrio de San Antonio, con una hermosa y bucólica vista sobre el Ebro, Yana coge las baquetas y les arranca chispas a los bombos y a los platillos. Se mueve con soltura y toca con ritmo, pero sin rabia. «Lo gracioso –dice maliciosamente– es que casi nunca oigo música. Prefiero ver películas». Sin embargo, sus monitores, AlbertoMora y Erika León, están encantados con ella. «Es un amor –resuelve Erika–. Desde que llegó a La Rioja empezó a venir a con nosotros, a las clases de arte, a los campamentos urbanos... No falla nunca». Alberto tercia en la conversación para elogiar la facilidad de su pupila con los idiomas: «¡Pero si habla hasta chino!», exclama.
En Logroño, Yana ha encontrado una vida provisional y un tanto extraña, pero apacible. Nuevo colegio, nuevas amigas, nuevas aficiones, nuevo paisaje. Ha hecho buenas migas con otra joven refugiada, natural de Armenia, con la que se entiende en ruso.
«Aquí los jóvenes tienen más libertad –reflexiona–. Allá, en Jersón, paseábamos o íbamos a nadar o al parque. En Logroño incluso se puede ir a otros pueblos de fiesta». Aun así, le gustaría volver. «En Ucrania tengo mi familia, mis amigas, mi ropa... Todo. Y tengo miedo. Cuando pienso en mi padre o en mis abuelos, que se han quedado en Jersón, paso mucho miedo».
A Yana le toca hacer de hermana mayor de Aslan, hijo de Iulianna Chobanzade, naturales de Odesa, con quienes convive en el mismo piso de la Cocina Económica. A las dos de la tarde, Iulianna espera que Aslan salga de clase. Estudia cuarto de Primaria en los Jesuitas. Lleva ropa de deporte porque hoy les tocaba Educación Física. «Hemos hecho malabares», aclara, y confiesa que se le dan regular.
Aslan entiende todo a la primera, aunque le cuesta algo más hablar en español. Con los exámenes se apaña porque escribir y leer le resulta más fácil. El flequillo de Aslan le cae en cascada sobre la cara y le tapa los ojos, que miran al interlocutor como asomándose por una rendija. Sonríe de medio lado, con pillería y cierta retranca. Dice que los compañeros de clase le han acogido «muy bien» y que le van las Matemáticas. La asignatura de «español», en cambio, es la que más se le atraganta.
Iulianna y Aslan llegaron a Logroño en marzo. Los bombardeos rusos a la central nuclear de Zaporiyia acabaron de convencerles. Cogieron lo que pudieron y comenzaron un éxodo que les hizo recorrer en tren y en autobús muchos países hasta llegar a Logroño. «Nunca pude imaginarme tener que vivir algo así», sentencia Iulianna, economista. «Ustedes, los españoles no pueden comprenderlo porque no tienen vecinos locos», zanja.
En Odesa trabajaba de administrativa en un centro de deportes. Ahora trata de recomponer su vida, aunque antes debe mejorar su castellano y por eso se impone la disciplina de usarlo tanto como pueda, sin recurrir al auxilio del inglés. «La gente es simpática y amable con nosotros. Nuestro problema es el idioma».
Tanto ella como Gulnara reciben clases de español en el Centro Plus Ultra, pero en horarios diferentes. A Gulnara le toca ir a las ocho y media de la tarde, con la noche ya cerrada. En el aula 108 del antiguo colegio San Francisco, junto al Ebro, Ángel Orlando Alonso, el profesor, tiene ante sí un alumnado variopinto. Gulnara se sienta en el pupitre junto a una compañera ucraniana. Ambas comparten clase con estudiantes procedentes de Marruecos, de Gambia, de Mali. En la pizarra digital aparecen los usos más frecuentes del verbo 'ser': «Yo soy alta; tú eres Mohamed; ella es de Rumanía». Gulnara despliega sobre la mesa un cuaderno, un estuche y un libro ilustrado con dibujos y palabras. «Detrás de cada alumno hay una historia, y a veces son historias complicadas», señala Ángel, el profesor. El español, para un ucraniano, es un idioma complicado, con una conjugación endiablada. «Pero es gente que aprende muy rápido –advierte Ángel–. Muchos de ellos, además de ucraniano, saben ruso o inglés... Enseguida cogen el ritmo. Este curso es básico, para gente que parte de cero. No se trata de darles gramática o literatura, sino de enseñarles a desenvolverse en el día a día». Gulnara estuvo trabajando en un hotel durante cuatro meses y aspira a volver a hacerlo en temporada alta.
Al acabar el día, Gulnara, Yana, Iulianna y Aslan tratan de hablar con sus familiares en Ucrania. A veces se caen las conexiones o se interrumpe el flujo de luz o suean las sirenas. «En ocasiones un ruido inesperado –un portazo, un petardo– nos trae recuerdos duros y comenzamos a llorar sin poder controlar las emociones», dice Gulnara. La vida, a 3.700 kilómetros del frente, discurre sin sobresaltos, pero la guerra es una sombra inquietante y pegajosa de la que no pueden escapar.
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Rocío Mendoza | Madrid, Lidia Carvajal y Álex Sánchez
David Fernández Lucas | Logroño
Almudena Santos y Lidia Carvajal
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