El clima intimidatorio y de hostigamiento continuo por parte de ETA forzó al exilio a miles de vascos durante décadas, especialmente en los crudos y sangrientos años de plomo. Los de la bala en la nuca y la bomba lapa un día sí y ... otro también. Ellos decidían quién vivía y quién moría, pero también quién no era bien recibido en Azkoitia, en Beasain, en Andoain y en decenas de pueblos del vecino País Vasco.
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Muchos de los que estaban en la diana de los terroristas hicieron las maletas, dejaron atrás amigos, familias y rutinas para empezar de cero al otro lado del Ebro. Han pasado años de aquello, pero es ahora cuando la Audiencia Nacional se ha abierto a investigar y a considerar como víctimas de ETA a los vascos que tuvieron que huir de su tierra para encontrar la paz y el sosiego perdido.
La Rioja fue el destino de muchos que, como José Miguel Chavarri, Eva Larrañaga y Maite Pagazaurtundua, hallaron aquí su pequeña parcela de libertad. Ahora, con la vista puesta atrás, nos cuentan, desde las entrañas, la angustia por una mudanza a la que se vieron obligados. Lo hacen coincidiendo con la celebración hoy del Día Europeo de las Víctimas del Terrorismo, una conmemoración a la que los protagonistas de la jornada y la presidenta de La Rioja, Concha Andreu, llegan aparentemente divididos. Todo a raíz de las palabras que en el mismo acto de hace ahora cinco años pronunció el delegado en La Rioja de la Asociación de Víctimas del Terrorismo AVT, Víctor López, y que no gustaron a la mandataria. Acusó de pasividad al Gobierno central y criticó lo que calificó de política de «blanqueamiento» del ministro del Interior, Fernando Grande Marlaska. Había comenzado el acercamiento de presos de ETA a cárceles próximas al País Vasco.
La prisión de Logroño fue uno de los destinos principales. El centro penitenciario riojano llegó a albergar a 23 internos de la banda terrorista. Ainhoa Múgica Goñi fue uno de ellos. Cumplía 18 años por ordenar el atentado contra la torre de Logroño perpetrado en la madrugada del 10 de junio de 2001. A día de hoy solo queda Oscar Barreras Díaz, condenado a 27 años de prisión por el atentado que acabó con la vida de Luis Andrés Samperio Sañudo, un policía nacional del Grupo de Estupefacientes asesinado de un tiro en la nuca en Bilbao en 1997.
En este clima de desencuentro, la AVT ha programado para hoy, a las 12.00, un acto en el Espolón, junto a la escultura de Agustín Ibarrola dedicada a todas las víctimas del terrorismo. A la conmemoración están invitadas instituciones y toda la sociedad riojana. El Gobierno regional lo celebró ayer en Casalarreina.
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José Miguel Chavarri | Hijo de Miguel Chávarri, asesinado en 1979
marzo de 1979», suelta a bocajarro José Miguel Chávarri a esta periodista justo el día en el que se cumplen 44 años de su asesinato. Era el jefe de la policía municipal de Beasain. «A las 09.15 horas, entraron en la oficina y le metieron nueve tiros», cuenta. Se supo que fue ETA porque lo reivindicó, pero este es uno de los más de 300 casos sin resolver.
Él estaba estudiando «para fraile» en San Sebastián.Por megafonía oyó su nombre, le reclamaban en portería. «Me quedé cortado mirando al profesor y me dijo: ¿Es que no has oído? Baja. Bajé a todo correr porque pensé: algo ha tenido que pasar para que me llamen a portería. Lo que menos me imaginaba es que era una cosa de estas». Vio a su tío y a sus primos con semblante muy serio. Su tío le explicó que a su padre le habían dado un golpe muy fuerte, que recogiera sus cosas porque su madre quería que estuviera en Beasain.Por el camino, insistía en que el golpe había sido muy fuerte y «entonces ya me imaginé que lo habían matado». José Miguel Chávarri tenía 14 años y su padre, natural de Cihuri, 48.
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Al legar al pueblo, sin tiempo a que parara el coche, subió corriendo las escaleras de casa y su madre le dijo: «¿Qué nos han hecho?». Recuerda que había mucha gente en casa, pero luego en el funeral que oficiaron en Beasain apenas acudieron cuatro vecinos «por el clima que había allí», relata. Sí acudió el teniente de alcalde, que era amigo íntimo de Miguel Chávarri. «Vino con una ikurriña, quería ponerla en el ataúd. Le comenté que por encima de mi cadáver. Tú eres un crío, contestó, voy a hablar con tu madre, pero ella le dijo lo mismo, que sólo iba a llevar la bandera de España». Luego se ofició el funeral en Cihuri, donde también recibió sepultura, y allí «hubo gente a patadas».
Al día siguiente regresaron a Beasain porque el pequeño de los tres hermanos se había quedado en el pueblo con una tía. A partir de ese momento «llegó la más absoluta soledad, nadie se acordó de nosotros».Las buenas palabras durante el funeral se quedaron en agua de borraja. «Mucho te vamos a ayudar, pero nada de nada de nada», lamenta.
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En aquellos momentos en Beasain tuvo que oír «algo habrá hecho» cuando, según describe José Miguel, era una persona que además de jefe de la policía municipal, era jefe de bomberos, se encargaba del alumbrado público, del servicio de limpieza y tenía dedicación exclusiva, 24 horas, al pueblo.
Su padre nunca había tenido que tomar ningún tipo de precaución, la única amenaza la recibió tres años antes de su asesinato. Con letras recortadas de periódicos le pusieron: «Vas a morir pronto, pero lo consultó y le explicaron que ETA no amenazaba así, que lo hacía con sello».
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No sabe quién mató a su padre, aunque su madre, Milagros Machai, que cada mañana se asomaba a la ventana con su hermano para despedirle, está convencida de que vio a los dos que le seguían. «Otros dicen que cuando mataron a mi padre fueron dos y se marcharon en una moto», detalla.
Al año siguiente del asesinato de su padre, la familia se trasladó a Logroño –su hermana lo hizo meses antes– para alejarse del ambiente envenenado que se vivía entonces. Un caldo de cultivo de odio que le afectó hasta a la hora de encontrar cuadrilla. José Miguel confiesa que apenas tenía amigos por el trabajo de su padre y el mejor de ellos, cuenta, «era un gitano. Mi padre detenía a su padre porque andaba trapicheando y me prohibía ir con él, pero era mi mejor amigo».
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Otro detalle que permanece muy vivo en su memoria es que en el acta de defunción de su padre pusieron: «Muerte por shock traumático y mi madre dijo que no lo iba a dejar así». Acudió a abogados para que figurara: shock traumático producido por arma de fuego. Al final lo consiguió, pero «no querían ponerlo para que no quedara constancia de todo aquello».
Al poco de llegar a Logroño lo que más le chocó fue ver a dos policías nacionales paseando tan tranquilos por la calle. «Me quedé mirándolos y pensé: ¿Pero estos cómo pueden ir andando por la calle?. Estaba acostumbrado a verlos en las furgonetas llenas de verjas, la puerta de atrás abierta y a uno con la metralleta sacada».
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Desde entonces, sólo ha regresado una vez a Beasain. Fue con unos amigos y de casualidad. Apenas estuvo dos horas, pero «estaba rabiando para marcharme de ahí, es el resquemor que se te queda dentro. Hay algo que te echa para atrás». «Hay que vivir allí para saber lo que es».
Durante muchos años ni él ni su familia fueron capaces de hablar de lo ocurrido. Se envolvieron en un caparazón que hace apenas unos años decidieron romper.
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