Nicomedes Méndez López, nacido en Haro en 1842, era un hombre enamorado de su oficio. Planificaba su tarea con mimo, buscaba la perfección en los detalles, defendía con orgullo su misión. Nicomedes Méndez era un tipo puntilloso que sentía devoción por el trabajo bien hecho. ... Dedicaba mucho tiempo libre a mejorar las técnicas y los utensilios que empleaba. En cualquier otro oficio, hubiera sido un bonito ejemplo para la juventud.
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Pero Nicomedes Méndez era verdugo.
Trabajó para la Audiencia de Barcelona, aunque también lo solían requerir en Zaragoza y en Valencia. Alcanzó una reconocida maestría en el manejo del garrote vil. Clavaba el punzón en el cuello del condenado con una precisión tan ajustada que le procuraba al reo una muerte fulminante, ahorrándole una penosa agonía.
Según las crónicas de su tiempo, Nicomedes Méndez López era una persona afable y pacífica, de agradables maneras. Cuando no lo requerían para subir al patíbulo trabajaba como zapatero y se dedicaba a la cría de gallinas y de canarios. Ocupó el puesto de verdugo titular de la Audiencia de Barcelona durante treinta años, desde 1878 hasta 1908. Debutó en Manresa, ajusticiando al bandolero Pachamplá.
El diario 'La Vanguardia' le hizo una entrevista el 16 de enero de 1892. Ante el asombro del cronista, Juan Buscón, Nicomedes Méndez no solo no ocultaba su infamante profesión, sino que la defendía con ardor: «Si no tuviera absoluta necesidad de mi sueldo para vivir –decía–, si estuviera en situación independiente y desahogada, renunciaría a mi paga pero no a mi calidad de ejecutor; porque creo de todas veras que presto un gran servicio a la sociedad».
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No tuvo Nicomedes una vida sencilla. Su mujer murió joven, su hijo falleció en una reyerta y su otra hija se suicidó. Dicen la crónicas que la muchacha decidió quitarse la vida tras un desengaño amoroso: al parecer, la cortejaba un médico de buena posición que huyó horrorizado al conocer el oficio del padre. Nicomedes, sin embargo, recordaba en aquella entrevista de 'La Vanguardia' que él era un mero instrumento de la ley: «No soy yo quien mata a ese desgraciado; no son los tribunales quienes le mandan quitar la vida. Él mismo es quien se mata con el crimen que cometió; él es quien ha buscado su propio fin». Y apostillaba: «Si todos cumplieran sus deberes de hombre como yo procuro cumplir los míos, no habría necesidad de mi ministerio y sobrarían las cárceles y sobrarían los tribunales».
Nicomedes no pudo soportar la jubilación. No regresó a Haro, sino que se quedó en Barcelona dando tumbos por el Paralelo. Alumbró el proyecto de montar allí un Palacio de las Ejecuciones en el que mostrar los aparejos y los secretos de su oficio, pero no encontró financiación. Acabó de tugurio en tugurio, vendiendo sus historias por un vaso de vino. Murió el 27 de octubre de 1912, alcoholizado.
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No pudo imaginar entonces Nicomedes Méndez López que su imagen acabaría hoy colgada en el Museo Nacional de Arte Reina Sofía. El pintor modernista Ramón Casas retrató al óleo una de sus ejecuciones en el cuadro 'Garrote vil' (1894). Entre una nube de gente, detrás de los cofrades de sangre, se ve a Nicomedes subido al cadalso y ajustándole la golilla a Aniceto Peinador, un joven de 19 años acusado de asesinato.
También encontró un hueco en la literatura. Vicente Blasco Ibáñez, que lo conoció en Valencia, se inspiró abiertamente en su figura para escribir el cuento 'El funcionario', en el que refleja la vida de un verdugo llamado Nicomedes, cuyas opiniones parecen brotar directamente de la boca del eficiente ejecutor jarrero: «Lo que me irrita es la falta de lógica –decía–. Si lo que yo hago es un crimen, que supriman la pena de muerte y reventaré de hambre en un rincón, como un perro. Pero si es necesario matar para tranquilidad de los buenos, entonces, ¿por qué se me odia?»
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