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Lucía y Úrsula contemplan el atardecer desde Las Eras, en Tricio Justo Rodriguez
Último fin de semana antes del silencio

Último fin de semana antes del silencio

Después de un verano en el que los pueblos se han vuelto a llenar de niños, de voces y de algarabía, septiembre marca el retorno a la soledad en muchos pequeños municipios de La Rioja

Pío García

Logroño

Domingo, 5 de septiembre 2021, 02:00

En los primeros días de septiembre, la vida va recuperando perezosamente su pulso ordinario. Abren las oficinas, regresan los niños al colegio, los coches reconquistan las ciudades, hierven los centros comerciales. Sin embargo, como en un juego de vasos comunicantes, los pueblos empiezan a sumirse otra vez en el silencio. La transición sucede casi de golpe, aunque algunos veraneantes aprovechan al máximo los días de asueto y todavía disfrutan de estas fechas inciertas, cuando el verano y el otoño se confunden y uno no sabe si salir a la plaza en manga corta, jersey o chubasquero.

Antonia Calahorra, natural de Murchante y afincada en San Sebastián, apura el verano en Sorzano, municipio en el que ha vivido sesenta años y al que regresa siempre que puede. Está sentada en un murete junto a la ermita del Roble, al lado de María José Hernández, que reside aquí todo el año. «Se nota que ya empieza el colegio –dicen–, pero este año ha habido mucha gente. Hemos visto críos a montón». Todavía hay chavales que van de aquí para allá con sus bicicletas o que juguetean en los columpios del frontón. En la panadería Las Cien Doncellas, Héctor y Samuel Ulecia están repartiendo más de 700 bollos de chorizo. En la calle huele que alimenta. Si no estuviéramos aún en pandemia, hoy –viernes, 3 de septiembre– hubiera habido fiesta grande en la ermita, con la bendición y el reparto multitudinario de bollos; ahora, para evitar aglomeraciones, cada uno recoge su bollo en la panadería y luego lo sube a bendecir o se lo merienda sin mayores trámites. «Esta semana ya se ha notado el bajón –explica Héctor–, aunque muchos han intentado esperar al bollo». Los panaderos de Sorzano atienden a los pueblos de la sierra y aseguran que este año ha habido más gente en la segunda quincena de agosto que en la primera, en contra de lo que suele ser habitual.

Apurando los últimos días de vacaciones con las bicis, en Arenzana de Abajo. Justo Rodriguez

En la otra ladera de Moncalvillo, a diecisiete kilómetros de Sorzano, parece que las generaciones se han dividido. Hay ocho ancianos sentados bajo los soportales del Ayuntamiento y seis chavales comiendo pipas en los columpios que están junto a la iglesia de San Martín. Los jóvenes son mucho más amables y educados que los veteranos, que echan a los periodistas con cajas destempladas: «No queremos decir nada. Aquí nos han hecho muchas entrevistas y luego han puesto lo contrario de lo que hemos dicho», protesta su portavoz, el señor Mario, mientras se pone en pie con una energía encomiable, pero algo intimidante. Los chicos, en cambio, atienden con una sonrisa y contestan sin reparos. Ángela (14 años), Carlota (13), Amaya (15), David (14), Carlos (14) y Martín (13) pasan el verano en Sotés y ya cuentan las horas que les faltan para regresar a sus institutos. En el pueblo no les falta entretenimiento: David enseña la raqueta y Amaya apunta que también juegan a polis y cacos. En la cuadrilla hay chavales que viven en el pueblo o en Logroño y otros que vienen de muy lejos. Carlos, por ejemplo, es de Elche, aunque pasa el verano con sus abuelos sotesinos. «Poned que Sotés es el pueblo más bonito de La Rioja –piden todos a una– y poned también que hagan una piscina municipal».

Antonia Calahorra y María José Hernández, en Sorzano. Justo Rodriguez

«Vienen de todos los sitios»

Los cronistas salen de Sotés por la A-12 y enfilan rumbo a Nájera. Se detienen en Tricio, a ver qué encuentran. Hay animación en el bar. Por la plazoleta aparecen Úrsula, de 10 años, y su amiga Lucía, de 8. La primera vive y estudia en Tricio –en el pueblo hay colegio de Primaria–, pero la segunda lo hace en Nájera, con las monjas. Tienen Úrsula y Lucía una envidiable capacidad de palabra; diríase que se pasan todo el día haciendo entrevistas. Cuentan que al pueblo han llegado este verano, como todos los veranos, gente «de todos los sitios» y no solo de Logroño o de Nájera, como sería lo previsible. «Hasta de Mallorca y de Madrid han venido», advierten. Ahora casi todos han regresado ya, pero Úrsula y Lucía no se aburren. Ni siquiera en lo más crudo del invierno, cuando anochece temprano y las calles están desiertas. «Pero lo más divertido son las fiestas, con la orquesta y la disco-móvil», puntualiza Lucía.

«Se nota que ya empieza el colegio, pero este año ha habido mucha gente. Hemos visto críos a montón»

La conversación con Úrsula y Lucía discurre en Las Eras durante un imponente atarceder. El cielo se va acostando tras las peñas y el firmamento adquiere de repente unos colores cálidos –rojizos, anaranjados, amarillentos– que mudan de intensidad a cada segundo. Es un espectáculo portentoso y fugaz, hipnótico, que invita a la meditación. Estos atarcederes panteístas son un regalo que la naturaleza hace a quienes deciden, contra viento y marea, quedarse a vivir en el pueblo.

Samuel y Héctor Ulecia, con los bollos de chorizo. Justo Rodriguez

En cambio, a pocos kilómetros de Tricio, en Arenzana de Abajo, reina un bullicio de mil demonios. El coche avanza por la calle La Fuente con extremo cuidado, entre terraza y terraza. En una mesa larga junto a la iglesia, hay casi veinte chavales hablando de sus cosas. «Hoy es el pincho pote», advierte María, una señora del pueblo que reside en Logroño y pasa los veranos en Arenzana. Junto al frontón, en la calle Carrera, los cronistas se encuentran con Marcos (16 años), Adrián (14), Enrique (14) y Daniel (15). Han dejado las bicis tiradas en el suelo y están sentados en un banquito, jugando con los móviles. Alguno vive en Nájera y otros aquí, pero tampoco parecen aburrirse. «Qué va. Ni siquiera en invierno –aseguran–. Vamos de ruteo, con las bicis, al frontón... O al parque, a hacer calistenia». En Arenzana no hay piscinas municipales, pero siempre hay amigos con albercas. «Y si no, nos vamos al río –resuelven–. Han hecho una playita al lado del puente de hierro... Bueno, de lo que queda del puente de hierro». El cronista no puede evitar sentir una punzada de rabia y de lástima al recordar el hermoso puente de hierro de Arenzana, hundido hace apenas un año.

Arenzana de Abajo, el pasado viernes. Justo Rodriguez

Son casi las nueve. Hace calor. Se oyen gritos, risas, conversaciones cruzadas. Dentro de unos días, no demasiados, a estas mismas horas y en estas mismas calles, solo habrá noche y silencio.

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