Lo más impresionante de Oliván es el silencio. Un silencio que los pájaros apenas se atreven a romper con su canto y solo el zumbido de los insectos y el tenaz viento silbando, más que romper, acompañan. Y la calma. Una calma que hace perder la noción del tiempo. Solo si cesa el silbido del viento y te concentras alcanzas a oír el motor de los molinos de viento de Nido Cuervo que se erigen a lo lejos.
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A la aldea de Robres del Castillo solo se llega por un sendero que por momentos parece un jardín botánico, entre aulagas, jaras, moreras, tomillares, espinos, endrinos... con algunas láminas de roca como las que habitualmente tienen impresas icnitas y huellas de ganado en la tierra que indican que por ahí se llega a alguna parte. No hay carretera ni camino para acceder en coche.
Lo primero que se ve de Oliván es la ermita de la Virgen de la Torre de Ribalmaguillo (Munilla), que en realidad se encuentra más allá del río Jubera, pasado el serbal, árbol singular de La Rioja. La aldea parece varada en el tiempo, con la paja todavía en los corrales, porque mantiene prácticamente todas sus casas en pie, aunque abandonadas y derruidas en su interior, con todas las calles limpias de zarzas y maleza, pero sin urbanizar, por supuesto, con el hermoso empedrado típico del Alto Jubera y las rocas y terrazas sobre las que se asentó el pueblo.
Juan Calonge
Vecino de Oliván
Lo mantiene así, limpio, vivo, Juan Calonge, que a media tarde trabaja con una hoz acompañado de un zorro tuerto y cojo, que ya es casi un animal doméstico. No tiene nombre pero unos turistas que acamparon allí y a los que el zorro les comió todos los víveres le bautizaron efímeramente Lapur (ladrón en euskera). Juan es el único habitante de Oliván. Pasa allí todo el tiempo que puede, empeñado en que, a diferencia de otras aldeas de Robres como Dehesillas, Buzarra y Valtrujal, no quede abandonada. Él ha quedado allí como 'El Robinson Crusoe riojano', como definió en 1982 este mismo periódico a su predecesor, Pedro Reinares, con quien convivió algún tiempo, hasta su muerte. «Fue el último en abandonar la idea y el primero y único en volver», escribió Roberto Iglesias. Le siguió Juan, soriano de nacimiento y que ahora reside entre Logroño y Oliván.
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Asegura que Oliván cuenta con un benévolo microclima. «He estado aquí en diciembre en pantalón corto. Y me he bañado en el río. Esta gente era muy lista, orientaba todo al Sur. El sol es la mejor calefacción», explica Juan. Aunque el periodo de tiempo más largo que ha permanecido allí han sido tres meses. «Estar aquí es duro, hay que ser austero, espartano, para aguantar aquí y tener un animal para subsistir. Cuando estaba Pedro, que tenía rebaño, bebía leche de cabra todos los días», recuerda con añoranza Juan, quien se define como «soñador fijo discontinuo; por completo no puede ser».
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La aldea contaba hace un siglo con 36 habitantes, en 1960 con 16 y en los 70 quedó deshabitada, como muchos pueblos del valle del Jubera y del Leza, hasta el regreso de Reinares y la aparición de Calonge. «Me dio por la vida en el campo, la autosuficiencia, y aquí encontré mi arcadia particular», cuenta Juan, recién jubilado. Ha adquirido algunas casas con el fin de poder mantenerlas en pie. En una se conserva, además de un horno de piedra y una alacena, un calendario de 1981. En otra, un cartel dice: «Aldea libre de ideología feminista», y cuenta que es una larga historia, si bien aclara que no está en contra del feminismo sino de algunas que lo promulgan.
En su casa, cuyo interior parecía un viaje al siglo XIX salvo por algún anacronismo, como una cafetera italiana, unas latas de cerveza y una radio, se extiende un amplio huerto con coles, borraja, habas, cebollas, tomates... y un agradable jardín. «Dicen que los tomates de Oliván son mejores que los de Robres. Y los de Robres, mejor que los de Logroño», presume Juan. La pregunta no es por qué le gusta ese lugar, tan tranquilo y solitario, sino a quien no le gustaría. «Me he preocupado de que Oliván no esté olvidado. He querido empadronarme varias veces y no me han dejado, después de más de 30 años viniendo aquí. Me han puesto todas las trabas del mundo», lamenta Juan, pero sin rencor ni acritud, simplemente como reflejo de un mundo, el burocrático, al que no pertenece.
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Porque todo en Oliván lo ha hecho él. Los nogales, ciruelos, manzanos, almendros y cipreses que hay por todo el pueblo los ha plantado él. Incluso una rústica canalización de agua. Sin ninguna subvención. Solo con la ayuda, si acaso, de un amigo. Llama la atención algún voluminoso depósito de agua, muebles y otros materiales apilados, esperando ser reparados y montados, porque para llegar a Oliván hay que dejar el coche a casi 2 kilómetros, en la pista forestal que continúa al acabar la LR-261. Todo lo ha llevado él. «Siempre que vengo subo con la 'penitencia' al hombro», bromea Juan, al que es inevitable imaginar haciendo más viajes que la perra de Calahorra, nunca con las manos vacías.
Antaño las ovejas y las cabras eran el ganado de Oliván, hoy solo dos vacas, una coja y otra a punto de parir, pisan los prados de la aldea. Hubo iglesia, ya derruida, pero no escuela, y los niños recorrerían a diario los 5 kilómetros hasta la de Robres. Cuenta José Ángel León, vecino de la aldea San Bartolomé y gran conocedor de la zona, que de Oliván partieron dos hermanos a casarse con dos hermanas de Antoñanzas, una de esas parejas tuvo siete hijas preciosas y todos los jóvenes del valle iban a rondarlas. Una historia mitificada, como la de Pedro Reinares y ya la de Juan. «Esto tiene el futuro que tenga yo. Nada más», reconoce.
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