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Durante 29 segundos, Pedro Sánchez caminó junto a Biden. El presidente americano, con su cutis de muñeco de cera y sus andares de autómata, miraba al infinito, como buscando angustiosamente el servicio de caballeros, mientras aguantaba la murga de aquel tipo alto que se le ... había puesto al lado. Los dos llevaban mascarilla, así que ni siquiera pudimos leerles los labios. Debemos fiarnos, por lo tanto, de lo que después contó nuestro presidente, hombre de acrisolada sinceridad, poco dado al envanecimiento y a la propaganda.
Según indicó notarialmente Sánchez en rueda de prensa, allá, en el aquel pasillo diáfano de la OTAN, se habló un poco de todo. Ambos dirigentes analizaron la difícil situación en Iberoamérica, los problemas que genera la inmigración y la implantación de la agenda progresista en Estados Unidos. Seguramente les quedaron unas décimas para comentar lo de Sergio Ramos y la belleza de los atardeceres en la Alhambra, que es algo en lo que insisten mucho los demócratas desde Bill Clinton, aunque esas cosas se utilizan para romper el hielo y luego nunca figuran en los comunicados oficiales.
Una vez restaurada nuestra relación privilegiada con los Estados Unidos, quizá debamos esforzarnos ahora por recuperar una cierta dignidad en las relaciones internacionales. Desde Felipe González, cuya voz sí era escuchada y respetada en todos estos foros, ningún presidente español ha superado la categoría de perrillo faldero moviendo el rabito ante sus dueños y suplicando caricias. En la carrerita de Sánchez para colocarse al lado de Biden vi la angustia del adolescente al que se le escapa el youtuber con el que quiere sacarse un selfi para que sus amigos del instagram se mueran de envidia. Tal vez me equivoque y en esos 29 segundos de frenética conversación ambos líderes consiguieran resolver por fin los problemas de América Latina, pero aun así no me imagino a Macron o a la Merkel haciéndose los encontradizos por las esquinas para acabar exclamando:
– ¡Hombre, Joe, tú por aquí! ¿Qué te parece lo de América Latina? Muy fuerte, ¿no? Es la hostia lo de América Latina, Joe.
En descargo de Sánchez, debemos reconocer que en la escala del ridículo internacional casi todos nuestros presidentes han puntuado muy alto. A Rajoy, atrapado en su galleguismo monolingüe, se le veía en las cumbres solo, aislado en su butaca, lamentando que el ujier no le hubiera traído a tiempo el Marca y un buen puro para entretenerse. Zapatero, en cambio, solía confundir la dignidad con las ofensas gratuitas a la bandera americana, con lo que eso escuece en Washington, así que se pasó años mendigando una reunión de cuarenta minutos con Obama. Y eso que la astróloga de Palacio, Leire Pajín, después de observar el vuelo de las aves, había anunciado una insólita «conjunción planetaria» cuyos efectos geológicos, sin embargo, no quedaron registrados en ningún sismógrafo. Un día, eso sí, Zapatero cogió a Sonsoles y a las niñas y se fue de visita a la Casa Blanca. Algo es algo.
No obstante, en esta bochornosa carrera de vasallos que confunden la amistad con el derecho de pernada nadie ha alcanzado aún las cotas de José María Aznar. A Josemari lo invitaba su amigote Bush Jr. al rancho y le dejaba poner los zapatones encima de la mesa. Josemari, que era como Zelig, aquel personaje de Woody Allen que se mimetizaba con el entorno, se convirtió durante unos maravillosos días en un tejano que hablaba en mexicano. Ándele, compadre Jorge. Solo le faltó plantarse un sombrero de mariachi y dejarse crecer el bigotón para cantarle amorosamente las mañanitas a Georgito Bush. Era este Bush, tal vez lo recuerden ustedes, un bala perdida que cuando dejó de darle al whisky se puso a invadir países, lo que no dice mucho en favor de ciertas curas de rehabilitación pero confirma que en Estados Unidos cualquiera puede llegar a ser presidente. Aznar consiguió correrse unas buenas juergas con Bush júnior a cambio de embarcar a España en una guerra inicua, sustentada sobre un arsenal de mentiras de destrucción masiva. ¡Hay amores que matan (literalmente)!
Y así andamos desde los años noventa con los Estados Unidos, mendigando fotitos por los pasillos o ejerciendo la servidumbre con entusiasmo. Algún día encontraremos el punto justo y nuestros presidentes dejarán de darnos vergüenza ajena cuando se junten con los yanquis. No desesperen. Como diría el chamo Josemari, estamos trabajando en ello.
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