Tierra de paso

Cierto es que La Rioja acarrea desde siempre un pesado lastre del que resulta a día de hoy imposible desprenderse: sus deficientes comunicaciones. Llegar aquí es complicado, ya sea en coche, montado en un tren o subido a un avión. Que la opción más recomendable por carretera para acceder a la región desde la capital del país, sin dar el consabido rodeo por la A-1, sea afrontar el puerto de Piqueras, por mucho que el nuevo túnel inaugurado en el 2008 haya suavizado el desnivel y restado curvas al trayecto, ya es indicativo de la situación. La Rioja es una de las comunidades peor conectadas con Madrid. Logroño dispone de una estación de tren de campanillas que muchas ciudades por las que circula el AVE para ellas quisieran. Eso sí, aquí la alta velocidad ni está ni, de momento, se le espera. Y si algún día llega, lo hará en el vagón de cola de las infraestructuras ferroviarias europeas. También tenemos aeropuerto. Una terminal cuasi fantasma con un vuelo de ida y vuelta a Madrid sólo para viajeros aventureros, porque uno puede llegar a saber de dónde despega pero nunca dónde aterrizará. Y eso cuando Air Nostrum tiene a bien operarlo. Nadie parece haber encontrado la fórmula para lograr que Agoncillo resulte apetecible a alguna compañía de bajo coste como las que que se asientan en varios aeropuertos que nos rodean, léase Zaragoza, Vitoria o Santander, sin ir más lejos. Ni siquiera tengo claro si se ha hecho un esfuerzo en este sentido con suficiente ahínco. Hace cinco años se creó lo que pomposamente se denominó Comité de Coordinación Aeroportuaria, con la única misión de relanzar la actividad del aeródromo riojano. Allí estaban representantes del Gobierno regional y estatal, de ayuntamientos, de organizaciones empresariales... Aquel ente se reunió un par de veces para morir posteriormente de inanición. No sin antes dejar en el aire un proyecto de enlaces regulares a Londres que jamás alzó el vuelo.

Sí, nuestras comunicaciones son un verdadero asco. ¿Y nuestra oferta turística? Todos tenemos claro cuál es su principal e irrenunciable valor. Quien llega a La Rioja viene fundamentalmente atraído por su patrimonio enológico. Lo malo del asunto es que visitar un par de bodegas, participar de una cata y almorzar en un calado da para medio día. Y de lo que se trata aquí es de que el turista pernocte y, si es posible, pase varios días enganchado a actividades diversas que le resulten suficientemente atrayentes. Y aquí es donde fallamos. Porque no parece que se haya hecho hasta la fecha un planteamiento mínimamente serio e imaginativo sobre cómo combinar el evidente atractivo enológico de la región con otras fortalezas turísticas no suficientemente explotadas, como su patrimonio artístico, su innegable encanto rural, sus recursos naturales y paisajísticos, su riqueza cultural o su diversidad gastronómica. Planificación conjunta de recursos, imaginación y promoción de ofertas combinadas que permitan retener al visitante. Este debería ser el quid del asunto. Porque La Rioja es hoy para el turista una comunidad de paso, con breve parada y muy poca fonda. Y acabar con ello debe ser el reto. Tan sencillo y tan complicado.