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La periodista, actriz y activista contra la gordofobia Teresa López Cerdán abandonó temporalmente las redes sociales el pasado 13 de mayo tras sufrir bullying y acoso por parte de numerosos usuarios. «Tenía que darte un infarto o algo malo en la salud para que te des cuenta de que quien tiene que cambiar eres tú y no los demás». Es uno de los muchos comentarios que ha recibido en las últimas semanas y que leía frente a la cámara tres días antes de anunciar su retirada: «La gente acaba ingresada en hospitales por mensajes como los que lanzáis y acaba terminando con su vida por no tener el cuerpo que desea», denunciaba la activista entre lágrimas.
La gordofobia no sólo perpetúa la exclusión y el rechazo, sino que también tiene graves consecuencias para la salud y el bienestar emocional de las personas que la sufren. No sólo ocurre en las redes, sino en los colegios e incluso en los entornos familiares, como demuestran los testimonios en primera persona de Adrián y de Pablo.
Adrián, 22 años
«Durante mi adolescencia nunca quedaba porque nadie quería quedar conmigo. En mi cabeza quería creer que era porque no tenía móvil y los chicos de mi clase no sabían por dónde contactarme», explica Adrián (nombre ficticio al que recurre para preservar su anonimato), andaluz de 22 años residente en Logroño. «Yo siempre he sido un chaval rellenito, pero quizá en el colegio los niños no le dan tanta importancia a esas cosas», recuerda. El sufrimiento llegó en el momento en el que empezó Secundaria, cuando se dio cuenta de que «nadie» quería ser su amigo, «simplemente por el físico».
Cuando piensa en ello, Adrián siente un torbellino de sentimientos. En su mirada se vislumbran vestigios de tristeza y, en ocasiones, de ira. De hecho, durante los tres primeros cursos de la ESO, Adrián vivió un infierno: «Lo peor que podía pasar era que no me ignorasen porque entonces se metían conmigo directamente, me insultaban o me pegaban. Andaba cabizbajo todo el tiempo».
Para cuarto de la ESO sus padres decidieron mandarlo a Irlanda. Allí podría aprender inglés y empezar de cero. Probablemente, esta decisión le cambió la vida: «Por primera vez supe lo que era y significaba tener amigos», declara, aunque tampoco allí fue nada fácil.
Por desgracia, los insultos y las burlas no cesaron en el nuevo instituto: «Un grupo de chavales con los que coincidía en varias clases empezaron a llamarme 'bolg', bollo en español». «Cuando no estaban mis amigos conmigo –continúa–, el día era un infierno y las clases se me hacían eternas». Por fortuna, con el tiempo, tuvo la suerte de encontrarse «con gente que valía la pena».
En la actualidad, apenas lleva un año viviendo en Logroño, ya siente que ha logrado superar los traumas que le causaron en su día ser rechazado y acosado por el simple hecho de estar gordo. Aquí muy pocos saben de su pasado. Quizá alguno de sus nuevos amigos y compañeros de trabajo.
Sin embargo, su físico todavía le persigue a diario en los entornos más cercanos. «A veces las personas más próximas a ti, aunque sea sin mala intención, se toman la libertad de opinar sobre tu cuerpo porque creen que hay ese tipo de confianza». «Pero no son conscientes de que tengo un espejo y de que no necesito que me digan que estoy gordo para saberlo», apuntilla Adrián.
Pablo, 28 años
La libertad que se toman los desconocidos para opinar es un sufrimiento habitual que sobrellevan como pueden las personas gordas, pero, si algo tiene un impacto devastador, es cuando son sus seres queridos los que sueltan la 'bomba'.
En el caso de Pablo (también nombre ficticio), de 28 años, fue su propia familia la que alimentó una enorme inseguridad: «Hace tres años que dejé de mirarme al espejo porque mis padres y mis hermanos me decían que me veían muy feo», cuenta frotándose las manos con ansiedad. Durante la pandemia Pablo consiguió dejar de fumar. En poco tiempo, recuerda, ganó 15 kilos. «Yo pensaba que era culpa mía por no esforzarme más, pero la verdad es que estas cosas son muy difíciles».
No poder salir de casa para hacer ejercicio y no tener nada que hacer más que estudiar, sumado al impacto físico y mental que supone desengancharse de un vicio como es el tabaco, marcaron profundamente la vida de Pablo: «Cuanto más peso ganaba más doloroso se volvía todo. Mi familia comenzó a compararme con una ballena. Ahora llevo barba para poder esconder la grasa que se acumula en mi cuello. Me hicieron creer que ser gordo era asqueroso».
Dos años después de declarada la pandemia, Pablo se pudo ir de casa alquilando una pequeña habitación en un piso compartido cerca del centro de Logroño y se encontró con un problema que las personas con sobrepeso suelen afrontar con discreción y con resignación: la ducha de la nueva casa era demasiado pequeña para su cuerpo. «Tuve que cambiarme de piso a las dos semanas. Ahora, en el que estoy , la cama también me resulta muy incómoda, así que siento que no puedo seguir con mi vida si no bajo de peso».
A esto se le suma la dificultad para encontrar ropa de su talla y el rechazo que siente por estrenar cualquier prenda; «Me he llegado a creer tanto que soy feo que ya no me quiero comprar ropa buena».
Sin embargo, lo peor de todo, para Pablo y la mayoría de personas en su situación es la inseguridad: «Aunque actualmente estoy en un entorno que no me juzga por mi físico, creo que necesitaré muchos años para volver a sentirme bien conmigo mismo. No sé cómo superaré las inseguridades que me han metido en la cabeza mi familia por el simple hecho de tener sobrepeso».
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Alfonso Torices (texto) | Madrid y Clara Privé (gráficos) | Santander
Sergio Martínez | Logroño
Sara I. Belled, Clara Privé y Lourdes Pérez
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