
Soldados japoneses
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«Maniobrar con una multitud indisciplinada es peligroso»SUN TZU (EL ARTE DE LA GUERRA)
En 1976, con treinta años de dilación, se entregó a los militares del Ejército japonés el último de ... sus miembros que no se había rendido a las fuerzas estadounidenses en la ceremonia que significó el final de la II Guerra Mundial en ese rincón del planeta. Hiro Onoda, que así se llamaba, integraba un conglomerado de soldados que, cada cual por su cuenta, permanecían ajenos al devenir de la contienda. Habían jurado obediencia eterna al Emperador; destinados en perdidas islas del Pacífico, mientras sus compañeros iban cayendo en combate o de inanición, olvidados por sus jefes y por el conjunto del pueblo nipón, cuyos ciudadanos habían aceptado asumir el nuevo tiempo de paz que llegó después de la masacre nuclear, Onoda y sus semejantes seguían disparando tiros. Tiros al aire. Se escondían de enemigos invisibles y mantenían la moral de combate más o menos firme, hasta que eran localizados por otros soldados, enviados a convencerles de que todo había terminado. Debían entregarse. Alguno se resistió. Exigía pruebas de fe adicionales para aceptar que todo aquello por lo que había luchado de repente carecía de sentido hasta que resignado izaba la bandera blanca.
El aire sonámbulo que caracterizó a esos soldados distingue, como una poderosa metáfora, otras esquinas de la vida común y corriente. La política, por ejemplo. Que cuenta con su propio ejército de fantasmas, a quienes se les atraganta también la realidad. Desoyen las voces que a su alrededor les suministran una información cabal y fiable de cuál es la genuina sustancia de las cosas porque, entre otros factores que les animan a perseverar en su alucinación, se niegan a reconocer que sus jefes les han abandonado. Suele ocurrir cuando al ejercicio de la política se le añade un cariz religioso: quien haya asistido alguna vez como espectador a un mitin observará bastantes similitudes con una misa, así en la liturgia como en la elocuencia y ademanes de los oficiantes. Una clase de atmósfera muy visible por cierto entre quienes venían a cambiar la política. Porque la nueva política se alimenta de la fe del converso. Y el dogmatismo más feroz se apodera de sus protagonistas.
El espectáculo que ofrecieron durante la pasada legislatura los cuatro diputados de Ciudadanos conspiró contra el sentido civil de la política. Imbuidos de una fe absolutista, creyeron alcanzar la cuadratura del círculo del parlamentarismo mundial cuando decidieron ser a la vez socio del gobierno y miembro de la oposición. Es decir, ser parte del problema con más frecuencia y tenacidad de la destinada a ser parte de la solución. Buena parte de los tibios logros del mandato de José Ignacio Ceniceros se pueden atribuir al carácter veleta de sus ocasionales aliados, que optaron por dedicar su primer mandato a esa estrategia bipolar pensando que en la siguiente legislatura les tocaría integrarse en el gobierno. Ingenuidad máxima. Lindante con la frivolidad y, peor, con la irresponsabilidad.
Sobre ese espejo se miran hoy los dirigentes de Podemos para articular su propia táctica. En el pasado reciente, las fuerzas nutrientes de ese ámbito ideológico solían alegar que en toda negociación debería darse prioridad a los acuerdos programáticos. De aquella mentalidad han pasado al actual ecosistema donde las disquisiciones en torno al contenido de los cuerdos desaparecen de su discurso: el documento sellado entre PSOE e IU debería haber merecido alguna opinión desde Podemos, pero sus mandatarios no han abierto la boca. Se ignora qué les parece suprimir ciertos conciertos educativos o el convenio con Viamed o la desaparición del cheque de Bachillerato: su obsesión es que todo pacto con la fuerza ganadora de las elecciones tiña de morado el Palacete. Como de momento no les hacen caso en sus reivindicaciones, operan como soldados japoneses: disparan contra todo lo que mueve. Empezando por el fuego amigo. Sus en teoría compañeros de filas son los primeros que deben ponerse a cubierto porque silban las balas. Una actitud muy peligrosa. Temeraria.
Sus reclamaciones se basan en una idea que también se observa en la mentalidad que anida en esa formación a nivel nacional. Alega Pablo Iglesias que, puesto que los diputados de Podemos suponen un cuarto de la hipotética mayoría que formarían en un gobierno presidido por Pedro Sánchez, les corresponde otro tanto de cuota en ese imaginario Consejo de Ministros. Aplicada esa lógica al caso riojano, el escaño de Raquel Romero significaría el número 17 de la mayoría que investiría a Concha Andreu como presidenta. Es decir, apenas llegaría al 6%. Luego en un (de nuevo hipotético) Consejo de Gobierno con la líder socialista de presidenta, que según sus previsiones sumará ocho carteras, a Podemos le corresponderían como mucho un par de direcciones generales. De propina, alguna secretaría técnica.
Los números arrojan una moraleja de índole aritmética que se debería acompañar de una reflexión de orden político entre quienes han olvidado que el 26 de mayo perdieron la mitad de su representación en el Legislativo regional. Un retroceso que pudo haber fomentado una cura de necesaria humildad pero que tropieza con la condición perfeccionable de la naturaleza humana, tendente a olvidar aquello que no quiere que le recuerden. La historia del soldado Onoda, por ejemplo. Cuyo desenlace puede servir de pista a tanto desmemoriado dirigente en las vísperas de una decisiva semana en el Parlamento: el tozudo militar solo convino en entregar las armas cuando se desplazó hasta la selva su antiguo jefe, el único a quien reconocía como tal. El único que supo convencerle de que después de la guerra no viene la derrota, sino la paz.
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Pilar García-Trevijano, Carlos Morán, José Utrera García y M. Victoria Cobo
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