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En su recomendable novela 'El Día de la Independencia', el escritor norteamericano Richard Ford reflexiona con gracia y lucidez sobre ese concepto, el de independencia. Aplicado, como su envés (la dependencia), al ámbito de lo cotidiano. Ford observa cómo en realidad se trata ... de dos conceptos fronterizos, imposibles de entender sin tener en cuenta otro que las agrupa: el de interdependencia. Sugiere en consecuencia que la independencia no es un absoluto. Que, como sentenció el poeta John Donne cuatro siglos antes, ningún hombre es una isla. Y que merece la pena por el contrario profundizar en ese territorio común donde los seres humanos se convierten en satélites que orbitan alrededor de sus semejantes. Aunque, como es natural, ni Donne ni Ford lo mencionan, de la lectura de sus textos se concluye que si oyeran estos días de precampaña cómo se populariza la idea de incorporar a independientes a las listas electorales se echarían las manos a la cabeza. O se echarían a temblar.
Porque de la experiencia reciente a toda escala, incluida la política local, se concluye que el presunto candidato independiente, enrolado para dotar de un toque de glamur o pintoresquismo a las candidaturas, suele derivar en dos figuras opuestas. Una, el independiente de salón, convertido en un verso libre para las siglas donde se alista, que tiende a ignorar las claves de la política y se convierte pronto en un bulto sospechoso, cuya compañía procuran evitar sobre todo los suyos. Feo asunto. Y dos, el independiente que pronto lo deja de ser. Que se transforma en un seguidor tan acérrimo de la ideología que le cobija que propende a adelantar a sus flamantes correligionarios por la derecha o por la izquierda. Un talibán tan dogmático que incluso asusta a las filas propias. O que aporta un toque simplemente festivo, al borde de la caricatura. Ponga un torero en su lista. O un periodista. Vale también cualquier famoso. Otro feo asunto.
Una estrategia que puede tener sentido cuando la personalidad a quien se incorpora al proyecto político se ha decantado en el pasado por simpatizar con tales siglas o porque aporta un bagaje propio, bien por su talla pública, bien por su dimensión profesional. O porque representa a esa noción tan de moda que llaman la sociedad civil. Un concepto siniestro, aberrante. Porque se deduce que por lo tanto los miembros de la clase política tradicional no forman parte de ella. Serían no civiles. Inciviles, convertidos en profesionales de la cosa pública, que valen tanto para un Ayuntamiento como para un Parlamento regional. O para toda sinecura que les permita llegar al final de mes (o al final de su vida laboral, oteando la pensión máxima allá en el horizonte) perteneciendo a la otra sociedad, a su opuesta. Esa sociedad supuestamente incivil. Es decir, que nuestros dirigentes serían en realidad miembros de un misterioso colectivo que no se rige por las mismas normas que prevalecen entre el resto de mortales. Tercer feo asunto.
Porque aunque de la conducta de muchos de los actuales políticos cabe lamentarse que, en efecto, habitan en su propio país (que suele estar cerca de la inmensidad marciana), lo habitual es lo contrario. Son ciudadanos del universo mundo, como cualquiera de nosotros. Con sus pecados y sus virtudes. Que no precisarían del favor de los llamados independientes si no descuidaran tanto como acostumbran el trato terrenal con sus administrados. De ahí, de ese cinturón sanitario (por citar el tropo de moda) que establecen con la ciudadanía nacen muchos de los males que afectan al conjunto de la arquitectura institucional. El problema de la legitimación política, que es un camino de dos direcciones: para que ofrezca un aspecto saludable, la democracia necesita tanto de representantes dispuestos a bajar al barro y auscultar con precisión y frecuencia el corazón del votante, como de ciudadanos dispuestos a saltar al otro lado del espejo. A convertirse en miembros de la clase política, aunque sea con fecha de caducidad. No hace falta que se independicen de sí mismos. Basta con que se comprometan.
Porque de la conversación con veteranos políticos y recién llegados a ese mundillo, se obtiene una común conclusión desoladora: la predisposición para enrolarse en una candidatura, embarcarse en la cosa pública y aceptar el peaje subyacente asusta al potencial independiente de una manera tan atroz que casi es un milagro que sigan surgiendo. Porque en realidad el trabajo político, contra la sospecha común, no está demasiado bien pagado, salvo para quienes no han conocido otra experiencia laboral en su vida y toda comparación salarial les beneficia. Porque se les exige un striptease de sus datos y cuentas personales (y de sus cónyuges en algún caso), que desanima al más osado. Y porque se exponen a la ira ciudadana (o al crudo insulto) simplemente por sentarse en el salón de plenos de su pueblo o en el Parlamento de su tierra.
Razón de más por lo tanto para frotarse los ojos ante la lista que ha presentado para el Ayuntamiento de Logroño el candidato socialista: hoy, cuando ser un desconocido para la opinión pública ha derivado en valioso atributo, ser capaz además de encontrar varios candidatos a postularse para un cargo que dispone de un sueldo inferior al que perciben en sus actuales ocupaciones tiene mucho de prodigio. Una proeza que dibuja la línea que deberían explorar otros partidos. De lo contrario, lamentaremos un día no haber seguido el famoso consejo de Adeanuer. Aquello de que la política es demasiado importante para dejarla en manos de los políticos. O de los presuntos independientes.
O de los inciviles.
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