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Avanzado el verano del 2019, cuando el acuerdo entre PSOE y sus socios de izquierda estaba a punto de cristalizar y las puertas del Gobierno se abrían no sólo para Concha Andreu, sino también para alguien en nombre de Unidas Podemos (ese alguien que resultó ... ser Raquel Romero), un miembro del equipo de transición del PP se permitió una confidencia, adornada con cierta sorna: «No sé qué querrán hacer con la Consejería de Podemos, pero cuanto más lejos del Espolón la pongan, mucho mejor para todos». Según su irónica ocurrencia, incluso el edificio de La Bene parecía demasiado cercano al Palacete: a su juicio, que resultó ser profético, una proximidad excesiva respecto al núcleo de poder convertiría a esa Consejería entonces embrionaria en una jaqueca perenne para Andreu. Sus temores se basaban en que la vecindad entre las sedes de las instituciones abonaría un exceso de camaradería, con el riesgo de inocular al conjunto del Gobierno el virus de la toxicidad que desprendía la veleta trayectoria de UP mientras se negociaba la investidura.
Ocurrió sin embargo que, frente a sus tesis, Romero se instaló en el Palacio de los Chapiteles, se rodeó de su séquito, despachó a los elementos que juzgó sobrantes (y que incumplían el requisito de origen manchego) y fue reclamando más y más espacio a medida que crecía su poder. No le importó que, en parecida proporción, sus exigencias obligaran a menguar la superficie de que disponía el anterior ocupante del edificio (el Instituto de Estudios Riojanos), hasta completar su maniobra con la llegada de nuevas competencias luego de la crisis que fulminó al miembro del equipo de Andreu que con mayor frecuencia le tuvo que parar los pies, Francisco Ocón. El destituido consejero fue siempre renuente a permitir que las competencias de igualdad (base del ADN socialista) fueran a manos ajenas al PSOE. Pero Ocón también perdió esa batalla y con la excusa de gestionar esas atribuciones, más las de transparencia, Romero acabó por arrinconar al IER y despliega desde hace semanas su hegemonía por casi todo el edificio. No sin mérito: nadie había conseguido antes que cientos de personalidades firmaran un manifiesto lamentando el maltrato del Gobierno hacia un venerable foco cultural que no se metía con nadie. A Romero le cabe semejante honor, lo cual ayuda a valorar los servicios que presta al Gobierno: al menos, ha contribuido a unir a la hasta ayer dispersa cultura riojana.
El único contratiempo que ha sufrido la consejera llegó durante el último pleno del Parlamento aunque supo encubrirlo para que pareciera que ella y el resto de sus compañeros de Gobierno se sumaban al carro de los vencedores: una proposición no de ley de IU, presentada por su cordial rival Henar Moreno, concitó la unanimidad del Legislativo. Pero si salió adelante esa propuesta de devolver al IER el espacio perdido en Chapiteles fue sólo porque lo contrario hubiera supuesto un ridículo colosal para quienes se negaran a apoyar a IU y porque el Palacete debe medir con precisión la dimensión de la grieta abierta con el Grupo Socialista y transigir con estas menudencias. Que es lo que oculta bajo su aparatosa nomenclatura toda proposición no de ley: que, en efecto, es justamente eso. Una proposición. Sin rango de ley. Y que en su ejecución intervienen tantos factores que puede perderse con facilidad el rastro del mandato parlamentario por los vericuetos del BOR, la dotación presupuestaria y demás ardides gubernamentales. Así que, de momento, Romero sigue donde estaba. De la mudanza del IER, ya veremos.
Conclusión: sólo la producción legislativa compromete al Gobierno. Al de Andreu o a cualquier otro. El resto de material parlamentario, por mucho ringorrango que decore su aprobación, no supera el estatus de prescindible. ¿Está obligada la presidenta a alterar el reparto de espacios en Los Chapiteles para cumplir con la instrucción de que el IER recobre su antigua fisonomía? La respuesta es no, con toda su crudeza. Porque la pregunta que habría que plantear es distinta, no de orden legal sino de índole política: qué imagen daría un Gobierno que opta por ignorar al Legislativo.
Pero la cuestión clave es más de fondo. Afecta a la raíz del trabajo legislativo. ¿Para qué sirve el Parlamento si los plenos tienden a rellenarse con filfa y la actividad puramente legislativa camina bajo mínimos? ¿Para qué profesionalizar a sus señorías? ¿Para alumbrar iniciativas que en nada conmueven el pulso al gobernante de turno? A todas esas preguntas responde el Estatuto de Autonomía, capítulo I: «El Parlamento representa al pueblo de La Rioja, ejerce la potestad legislativa, aprueba los presupuestos (...), impulsa y controla la acción política y de Gobierno y ejerce las restantes competencias que le confiere la Constitución, este Estatuto y demás normas del ordenamiento jurídico». Atribuciones vaporosas, que duermen en el limbo de la buena voluntad, cuya ejecución práctica siempre puede esperar... Cuando en realidad despejar esa duda (¿Para qué sirve el Parlamento?) es sencillo: bastaría saber cuándo y cómo retomará el IER su sitio. O más fácil: saber si la Cámara aceptará crear esa Comisión de la Verdad que investigue la calidad democrática de la estrategia del Gobierno contra la crisis. Sería todo un suceso: el Legislativo vigilando por fin al Ejecutivo. Y ambos, dominados por las mismas siglas. Montesquieu estaría orgulloso.
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