Conmoción es la palabra que define el estado de un colectivo, mayoritariamente femenino, como es el formado por educadoras sociales y trabajadoras sociales. El asesinato de Belén Cortés ... ha sido un 'shock' para ellas y también un fogonazo que ha rescatado agresiones y miedos enterrados bajo la coraza de la vocación y el servicio. «Hasta el asesinato, nos parecía normal que pudiéramos ser agredidas porque en ciertos ámbitos era así», explicaba Yaiza Chillón, trabajadora social clínica.
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«Todos hemos visto y hemos vivido episodios de violencia. Es el día a día», sintetizaba ayer Carla Vicente, educadora social, verbalizando una sensación generalizada entre las cerca de 200 personas, la mayoría perteneciente a este sector, que respondieron a la convocatoria de CC OO, UGT, USO y los colegios profesionales de Educación Social y de Trabajo Social. Fue una movilización para recordar a Belén Cortés, pero también para defender la seguridad de este colectivo y sus derechos laborales.
Amenazas, empujones, golpes, ruedas de coche rajadas, televisiones saltando por una ventana... Son situaciones que parecen de película pero que forman parte de la historia íntima de estos trabajadores y trabajadoras.
Para evitar estos peligros, los convocantes coincidieron en que es necesario contar «con al menos con dos profesionales por turno y la instalación de sistemas de alarma y comunicación con las fuerzas de seguridad». Además, exigieron «la reversión de la externalización de los servicios sociales, el cumplimiento de las ratios y el aumento de estas».
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«Cada vez vemos más agresiones y estas son más graves. Los jóvenes vienen con un montón de conflictos y no debemos olvidar que muchas veces los chavales también son fruto de la vida que han tenido, de sus dificultades. No se trata de criminizarles sino de echarles una mano», argumentaba Noelia Fernández , secretaria del Colegio de Educación Social.
«Trabajamos con adolescentes que vienen con una mochila muy grande y que necesitan de una atención. Y para eso también hay que tratar bien al trabajador», señalaba.
Esa violencia no se da únicamente en el ámbito de la reforma (la que concierne a los menores con medidas judiciales), sino que también se siente en los pisos de protección, donde viven menores bajo tutela y que recogen casos conflictivos de toda índole, que «tensan mucho la convivencia». «Por ejemplo, al no existir un centro específico de internamiento terapéutico [sus usuarios son tratados en Valvanera] se reciben esos casos y también de menores con conductas disruptivas, adicciones o de menores tutelados que han delinquido y vuelven», aseguraba una trabajadora. «Y estamos atados de pies y manos. Solo podemos emitir incidencias y hasta que no pasa algo realmente grave nadie interviene», se lamentaba. En esas viviendas, que suplen al Centro Iregua en pos de un modelo más desinstitucionalizado, las condiciones son «muy malas».
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«Hay un educador por la mañana, dos por la tarde y un auxiliar por la noche para una media de ocho chavales. Y esa persona debe cocinar, comprar, realizar la labor administrativa... No hay tiempo para la intervención», recalcaba esta trabajadora que prefería mantenerse en el anonimato.
Y todo eso «con unas remuneraciones lamentables» que provocan la alta rotación en los pisos de protección o el goteo de bajas. «La falta de personal, la sobrecarga de trabajo, las funciones que no nos deberían corresponder... repercute en el personal, pero sobre todo en los menores», concluía esta educadora.
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