El recuerdo de Charo, Matilde y Víctor está jalonado de matices intransferibles pero comparten un denominador común. O exactamente, dos. El primero es el silencio súbito y fugaz que según coinciden sobrevino cuando en unos casos conocieron el atentado contra sus familiares y en el ... otro lo sufrió en carne propia. El segundo, los ecos de crueldad que fueron castigándoles después del infausto día que ETA les puso en el punto de mira. Para Charo Cadarso, a cuyo padre -el coronel retirado de la Benemérita Luis Cadarso San Juan- mataron por la espalda el 14 de abril de 1981 cuando iba a comprar la prensa en Basauri, una de las réplicas del terremoto emocional que sacudió a toda la familia se registró cuando conoció los detalles de la investigación. Por ejemplo, que el seguimiento a la víctima lo realizaron dos vecinos del sexto del mismo piso donde vivían sus padres. «Anotaban todos sus movimientos, entre los que estaban coger a mi hija, que tenía entonces poco más de dos años, y llevarla con él a hacer los recados», contó ayer ante el público congregado en la UR durante la jornada celebrada por la AVT en colaboración con el Consejo de Estudiantes y otras instituciones. El catálogo de crueldades en diferido que atesora no se agota ahí. Lo engrosa también el párroco que se negó a dar la extremaunción a su padre alegando que era guardia civil, los silencios cómplices que al final le llevaron a rehacer su vida en Calahorra... «El atentado mató un día a mi padre, pero destrozó a toda la familia; no me fui del País Vasco, me echaron».
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El silencio en el caso de Matilde Atarés le asaltó el 23 de diciembre de 1985 conduciendo a Soria para pasar la Navidad con sus suegros. «Piqueras estaba lleno de nieve y el cielo era azul intenso», evoca como si fuera ahora cuando la radio dio cuenta del asesinato en Pamplona del general de brigada de la Guardia Civil en la reserva Juan Atarés Peña. «Tras el shock que nos dejó mudos, salimos del coche y nos pusimos a gritar todos llenos de rabia», confiesa preguntándose aún por qué a él. Un hombre «honesto y sencillo» a quien la aparición de su nombre en todas las listas de los comandos que iban cayendo no le arredraba y decidió continuar en Navarra hasta que al quinto intento, ETA culminó su objetivo. «Lo peor llega cuando termina el funeral y asumes llena de pena que la vida continúa», reconoce Matilde a quien el dolor volvió a rebrotar muchos años después, cuando los asesinos de su padre salieron de la cárcel y fueron recibidos con honores en sus pueblos. «Nadie puede imaginar el daño que eso puede hacer a las víctimas», dice.
El vacío en Víctor Manuel López fue literal. Acaeció el 24 de septiembre del 2002, cuando la pancarta-trampa de apoyo a ETA que iba a retirar con otros guardias civiles en Leiza estalló y mató a un compañero. «Noté cómo la onda expansiva entró por el oído y me atravesó el cuerpo; todo por unos instantes fue silencio y oscuridad», rememora. A aquel instante de confusión le siguieron con el paso del tiempo otros de tratamientos y secuelas. «Cualquier ruido me sobresaltaba, si veía un coche mal aparcado daba un rodeo, no podía ir al súper si había mucha gente...» «Dejas de ser la persona que eras y debes aprender a vivir de cero», resume lamentando la insensibilidad de los mandos o el vacío que hicieron a su mujer y defendiendo su mayor activo: el relato.
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