Yo robo, pero por una buena causa

Así que llamemos a la malversación como lo que es: un robo. Es lo que hace alguien que mete la mano en lo que no es suyo y se lo queda. Ser un malversador queda como más glamuroso que ser un ladrón, pero es básicamente lo mismo.

Con dos agravantes. Uno, que el malversador es un servidor público que vive de trabajar para nosotros. Y dos, que eso que roba debería servir para mejorar nuestra vida, no la suya.

Ese robo no es mejor porque el ladrón no se quede el dinero. De hecho, es incluso peor. Yo casi hubiera preferido, digamos, que el señor Puigdemont hubiera usado el erario público para comprarse un chalé en la montaña antes que para lo que hizo. Que fue, ojo, saltarse todas las leyes posibles para quebrar la Constitución, la convivencia y la voluntad de una buena parte de su pueblo, todo porque venía bien a unas ideas políticas determinadas y excluyentes.

Ese «yo robo, pero por una buena causa» que ahora intentan vendernos como bueno es en realidad corrupción institucional de la peor. Es lo mismo que si un partido, digamos, desvía dinero públicos a adjudicaciones amañadas que luego acaban en forma de comisión en las arcas de dicho partido. Así, se podría argumentar igual de torcidamente, ese partido puede defender mejor su altos ideales. Creo recordar que la última y única moción de censura exitosa que hubo en este país tenía que ver con ese mismo comportamiento, y que el presidente que ahora nos gobierna salió triunfante de esa dicha moción.

Cabe preguntarse, en fin, qué pasaría si los independentistas decidieran volver a hacer lo mismo en Cataluña. Si no entiendo mal, lo suyo no será sedición, sino desórdenes públicos agravados (o sea, como una manifa que saliera rana) y si es malversación sería de la buena, de la que se pena poco.

No sé. Soy un fan declarado de los impuestos: creo que un país solo funciona con una fiscalidad justa. Pero veo estas mamandurrias y se me quitan las ganas. Para qué, si el que me roba es menos ladrón si lo hace por la causa que conviene.

Toda inversión del Estado en La Rioja es buena. No andamos normalmente como para tirar cohetes, así que cuando el presidente del Gobierno viene por aquí para anunciar algo, santo y bueno. Venga usted más, don Pedro.

Pero la verdad es que esto que trajo Sánchez el miércoles me tiene un tanto patidifuso: que Logroño acogerá el Centro de Inteligencia de la Nueva Economía de la Lengua.

No voy a poner en duda la necesidad de la cosa, no me entiendan mal. Para eso necesitaría entender bien de qué va la cosa y si no lo consigo, ya me hago cargo, no es por la falta de importancia de la cosa en sí, sino por incapacidad propia.

Quizá no sea culpa mía del todo, sino de esa manía que nos ha entrado a todos de llamar a las cosas con nombres rarísimos. Me cuesta por ejemplo entender qué es eso de la «Nueva Economía de la Lengua», aunque entiendo perfectamente el valor económico que tiene el español como idioma hablado por tantas bocas.

Pero en fin, es lo de menos. Solo espero que cuando la cosa se desarrolle y se explique, las esperanzas puestas en ella resulten fundadas.

Tengo una cierta debilidad por la gente que lleva el Teléfono de la Esperanza. Aparece a menudo por estas páginas, y lo hace por una razón obvia: que lo suyo tiene mucho mérito, por eso tan maravilloso que es ayudar a otros.

Publicábamos el jueves que el Teléfono ha organizado para el día 24 una cena para gente sola. Sola sola, de esa que en Navidad lo pasa peor que en otras fechas, porque es más amargo penar cuando todo el mundo a tu alrededor se regocija.

La cena será de relumbrón, y más porque con ella colaboran cocineros de esos con estrella, que cada vez tenemos más. Qué buena idea.