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l.R.
Martes, 10 de agosto 2021, 14:18
Contaba en 2007 el entonces redactor de Diario LA RIOJA Jorge Alacid que el adiós en aquel año como camarlengo de Martínez Somalo ponía fin a su relevante carrera de en el Vaticano, donde ocupó el máximo puesto reservado en siglos a un purpurado español
Fue en 2005, recién fallecido el Papa Juan Pablo II, cuando ese peculiar puesto que ocupaba cobró vida, valga la contradicción: a Somalo le tocó gestionar la administración de la Iglesia en esos días de interregno, organizar los funerales por Juan Pablo II y ocuparse también del cónclave que llevó al cardenal Ratzinger al Solio Pontificio. Una fecunda carrera eclesiástica alcanzaba así su cúspide.
Somalo nació en Baños de Río Tobía el 31 de marzo de 1927. Licenciado en Teología y Derecho Canónico por la Universidad Pontificia Gregoriana de Roma y doctor en Derecho Canónico, fue ordenado sacerdote en Roma el 19 de marzo de 1950. Miembro del servicio diplomático de la Santa Sede, fue responsable de la sección española de la Secretaría de Estado, nuncio en Colombia y, finalmente, sustituto de la Secretaría de Estado, lo que equivale a ser el número tres de la Administración vaticana.
Dejó ese puesto en mayo de 1988; un mes más tarde fue nombrado cardenal y poco después, prefecto de la Congregación para el Culto Divino, la primera de una serie de elevadas responsabilidades que desembocaron en su elección como camarlengo en sustitución del cardenal Sebastiano Baggio, fallecido quince días antes. Juan Pablo II, quien le tenía en alta estima, recompensaba así los fieles servicios de su estrecho colaborador riojano. Como tal, Somalo vio acercarse el día que nunca quería que llegase: el fallecimiento de su gran amigo, el cardenal polaco. El prelado riojano siempre explicaba que hubiese deseado que ocurriera al revés. «Espero que cuando yo muera me oficie una bonita ceremonia», solía decirle al Papa, cuyas exequias terminó organizando. Y cuando presidió el primer rito, en la sala Clementina del Vaticano, los asistentes le vieron muy afectado. Era comprensible: el papa Wojtyla le apreciaba bien. Tanto, que se dice que era el único que le hacía reír a carcajadas.
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