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Avanzado el verano, el coronavirus obró un prodigio en La Rioja rural: de repente, los pueblos empezaron a llenarse de vida. Los veraneantes acudieron en un número superior al de otros años y emplearon más tiempo en disfrutar de los encantos del retiro campestre. Ortigosa, ... Enciso, Arnedillo, las Viniegras, Anguiano... No había casi sitio para aparcar el coche. Bullían las calles y plazas animadas por el vecindario de ocasión, que allí encontró refugio donde espantar los males de la pandemia o mitigarlos al menos. La Rioja vacía se negaba a sí misma. Todo un milagro que tenía, como no ignoraban quienes lo protagonizaban, fecha de caducidad. Porque volvería el otoño, se reanudaría el curso escolar y las promesas de abandonarse a la vida alejada del mundanal ruido que cantó el poeta se revelarían falsas: basta pasear ahora entre semana por aquellas mismas calles para corroborar la prevalencia de esa idea de región vacía, país vacío. Un desierto interior llamado España.
De poco vale uno de los méritos del Gobierno que presidió José Ignacio Ceniceros: haberse incorporado a la ola que situó el debate sobre el invierno demográfico en la agenda pública. Una idea que Concha Andreu hizo suya sin gran esfuerzo, puesto que reina un consenso nacional a la hora de identificar semejante enfermedad, aunque difieran las recetas que se aplican como terapia. Que suelen oscilar entre una especie de catecismo de buenos deseos tendentes a chocar contra la terca y genuina realidad en cada esquina de la España que se sigue vaciando y una respuesta a menudo más peligrosa que ese mal que pretende atajar: convertir las políticas contra la despoblación en otra muesca de ese vicio tan perverso, el feo hábito del clientelismo. Ayudar a los pueblos a salir de su postración según su alineamiento ideológico. O de la simpatía que merezcan sus ayuntamientos a cada ocupante del Palacete.
Durante la fase más severa de las dos oleadas del virus menudearon las historias de quienes pensaban que retirándose a residir a un apartado rincón mejorarían su calidad de vida. Eran urbanitas que concluyeron que vivir en un pueblo no sólo era más barato, sino también más saludable. Y que sus ocupaciones profesionales se pueden desarrollar hoy con parecidas garantías de eficacia así en un barrio de Madrid como en una aldea de Ezcaray. Es una pretensión global, de cuya consistencia y durabilidad debe dudarse, al menos en el caso de La Rioja, si continúa su tendencia al ensimismamiento, el duelo infinito y paralizante por lo que pudo haber sido, el abandono perenne desde un poder central que ejerce siempre de madrastra... Y unos gobernantes incapaces de concluir que también en este tipo de modas se compite en un mercado planetario. Si el dinero que fluye desde la Administración para mejorar el atractivo de sus municipios se pone al servicio de una estrategia de baja política, La Rioja perderá esa batalla. Y la suma de tantas derrotas conducirá al cadalso, una estupenda atalaya donde observar cómo, al contrario, otros territorios de otros países sí que reaccionan y promueven políticas de signo opuesto. Con resultados muy gratificantes para sus vecinos.
Por ejemplo. La región de Tierras Altas de Escocia ha sabido elevar su población el 22% en los últimos 50 años. En la vecina Portugal o la cercana Italia escasean los pueblos vacíos (fruta del tiempo en España), mientras en la limítrofe Francia el número de municipios abandonados no llega a 100. Los franceses, por cierto, disponen desde los años 70 del siglo pasado de una ley para zonas de montaña, lo cual no descarta sus propios problemas de despoblación (ni los arrebatos de ira popular, como los 'chalecos amarillos') pero al menos disponen de herramientas legales para procurar una vida mejor a quien reside tierra adentro. España, sin embargo, carece incluso de un instrumento común en el resto de países de su entorno: una ley de cohesión territorial, que dote (por ley, en efecto) de servicios públicos a sus vecinos, oportunidades de progreso, continuidad en el territorio entre poblaciones de diversos tamaños... Nuestros competidores europeos no dejan de moverse: Francia, por volver a un caso cercano, tiene declarados 14.000 municipios como receptores de ventajas fiscales.
Hay por lo tanto modelos donde inspirarse, aplicar el método de prueba y error, agitar las conciencias... No hay grandes secretos para perfeccionar la fisonomía de una región y que vuelva a llenarse de vida como ocurrió en verano: bastaría con asegurar a los emprendedores que quieran instalarse en Ortigosa, Enciso, Arnedillo, las Viniegras o Anguiano, o a los que resisten allí empadronados, exigencias tan básicas como menos papeleo, vivienda digna y asequible o mejora de la cobertura digital. Ni siquiera son tan imperiosas las buenas comunicaciones, que encierran una terrible amenaza: son carreteras de ida y casi nunca de vuelta. Con el balance de un país desequilibrado: 41 millones de personas ocupan el 30% del territorio, cuando apenas 6 millones residen en el otro 70%. De las remotas pero vigentes consecuencias del viejo éxodo franquista (entre 1951 y 1975, dejaron sus casas en el campo 12 millones de españoles) sólo saldrá La Rioja cuando se convenza a sí misma de la conveniencia de erradicar los antiguos usos de ejercer el poder. La Rioja que vendrá entonces estará en condiciones de competir por los 2.500 millones de euros que anuncia Bruselas en ayudas a la despoblación. Aunque si Moncloa reparte ese maná con el sentido clientelar que suele penalizar a la región más pequeña de España, La Rioja se arriesga a quedarse como siempre. Sepultada en el fúnebre olvido.
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