Los sucesos del convento de las Clarisas de Belorado ha devuelto a los titulares una palabra casi olvidada: excomunión. Un castigo que la ley canónica reserva para los miembros de la Iglesia que se desvían del dogma y que supone un apartamiento temporal o ... definitivo de la vida comunitaria y los sacramentos.
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Parece un concepto de otros tiempos, pero no es así. Y en La Rioja las personas con cierta edad y buena memoria, especialmente los alfareños, pueden recordar cuándo el término de 'excomunión' fue el tema de casi todas las conversaciones de la ciudad riojabajeña.
En 1990, con el obispo Ramón Búa Otero recién llegado a la silla episcopal de Calahorra y La Calzada-Logroño, surgió una polémica que, con el paso de los meses, se fue agravando. El inicio de este culebrón se sitúa a finales de los años 80, cuando los cuatro franciscanos que ejercían su labor pastoral en Alfaro abandonaron el convento y el templo de San Francisco por decisión de la orden y a causa de la falta de vocaciones. La noticia provocó el lamento de muchos vecinos que tanto valoraban la dedicación de los padres Layuno, Urbieta, Florencio y Bernardo, los últimos en marcharse.
Pero en mayo de 1989, el padre Francisco Alzola (o Alzuola, según distintas crónicas) llegó desde el convento de las Clarisas de Entrena para retomar esa actividad. Según se explicaba entonces, el franciscano «puso en conocimiento del anterior obispo su intención de establecerse en Alfaro, obteniendo su autorización verbal, ya que la tramitación oficial correspondía a sus superiores directos» y así se entendió un «consentimiento tácito del padre general de los Franciscanos». Sin embargo, en la Diócesis eso se vio como una desobediencia.
Los alfareños, en buen número, apoyaron a Alzola que había multiplicado el culto en la iglesia de San Francisco y fomentado diversas actividades. Pero las aguas bajaban revueltas y había que calmarlas. Se convocó una reunión entre ambas partes, pero lo que pretendía ser una visita para acercar posturas entre el obispo y el franciscano se convirtió en algo muy distinto.
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La cita estaba prevista para el domingo, 25 de febrero de 1990. La comisión profranciscana había convocado una concentración para pedir que se mantuviese el culto y había colocado a las puertas de la iglesia una gran pancarta en la que se podía leer: «Bienvenido, Sr. Obispo. Por el amor de Dios, no se lleve al padre Francisco».
Ante lo que reveía una encerrona, Búa Otero en vez de presentarse personalmente envió una carta que se leyó en las parroquias de San Miguel Arcángel y Santa María del Burgo. «Como obispo, no puedo suspender sino aplazar mi gravísima obligación de tomar decisiones aunque estas debieran ser dolorosísimas», escribió. «Deseo ardientemente no tener que llegar a la extraordinaria y muy grave determinación de la excomunión de un venerable sacerdote y de todos aquellos que le siguieran en su hipotética rebeldía», añadía.
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El revuelo fue enorme y corrieron ríos de tinta. El caso llegó hasta la prensa nacional, aunque la intención de ambas partes era encontrar una solución dialogada. Los meses pasaban y el padre Alzola proseguía con su labor en la iglesia de San Francisco. Incluso en diciembre de 1992 el franciscano celebró sus bodas de oro sacerdotales en la ciudad alfareña.
Pero en julio de 1993, desde el púlpito, Alzola ponía fecha a su salida del templo. Mejor dicho, la Fundación Casa de Caridad y Beneficencia de Santiago y Santa Isabel, propietaria del edificio, era la que ponía esa fecha, ya que le instaba a abandonar la iglesia antes del 1 de agosto de ese mismo año, es decir, cuatro años después de su llegada. No hubo excomunión, pero sí mucha polémica, en unos meses muy movidos para los alfareños.
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Más allá del caso, del templo alfareño mucho se puede hablar, como que se encuentra en la Lista Roja del Patrimonio de Hispania Nostra y que mediante micromecenazgos se han realizado pequeñas intervenciones. Pero la ruina sigue amenazando un edificio emblemático para Alfaro.
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