Me gusta mucho el nombre de Ómicron; creo que ha sido un rotundo acierto de marketing. No sé si por fin se ha reclutado una brigadilla internacional de filólogos clásicos para ocuparse de estos bautismos, pero necesitábamos con urgencia un nombre así, aterrador y fascinante, ... como de organización malvada en una película de James Bond, para contrarrestar la épica soñadora y locuela de los antivacunas. Ellos se han propuesto luchar contra Bill Gates y George Soros, dioses maléficos a los que ofrecen numerosos sacrificios humanos, y nosotros, en cambio, lo estamos haciendo contra la poderosa y refinada Ómicron, confiando en que nos puedan servir de algo las armas biológicas que nos está preparando Q mientras cortejamos sutilmente a la señorita Moneypenny.
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Esta labor será decisiva en los países del norte de Europa, cuyos habitantes antes nos parecían listos, rubios y bien educados, y de quienes ahora hemos descubierto dolorosamente que son solo rubios. Llegados a este punto, quizá convenga hacer un poco de memoria y trasladarnos al año 2008, cuando estalló el penúltimo apocalipsis, con los Lehmann Brothers en el papel de ángeles trompeteros. Los naipes del sistema financiero mundial comenzaron a caer uno tras otro y los países del sur de Europa, asfixiados por la prima de riesgo, nos quedamos de repente sin resuello ni ahorros, con lo que nuestros dirigentes se vieron obligados a practicar la mendicidad en todos los consejos de ministros de la UE. Era lamentable ver en aquellas cumbres de Bruselas primero a Zapatero y luego a Rajoy acercándose cabizbajos al ministro holandés para decirle que si triste es pedir más triste es robar y que una monedita por favor, pero era aún más lamentable contemplar cómo el ministro holandés, circunspecto, severo y altivo, con su pelito rizado y sus gafitas de pitagorín, arrugaba el ceño y dejaba caer con desprecio unos céntimos mientras les gritaba destempladamente –a José Luis primero y a Mariano después– que a ver si no se lo gastaban todo en vino y en fiestas, que él una vez de joven estuvo de vacaciones en Ibiza y ya nos conocía a los españoles.
Por aquella época, recordarán ustedes que a alguien se le ocurrió formar un acrónimo muy gracioso con las siglas de los países que andábamos en problemas. El fulano juntó las iniciales en inglés de Portugal, Irlanda, Italia, Grecia y España y le salió 'piigs', que sonaba a 'cerdos' y era algo que daba mucha risa. Es cierto que estas bromitas chuscas no se las permitía el ministro alemán ese de la silla de ruedas –un tipo serio y probablemente calvinista–, que en cambio sí parecía pensar que a los tipejos del sur había que vigilarnos muy de cerca para que no despilfarrásemos el dinero en pensiones y otras chucherías.
Y, sin embargo, quince años después, en medio de otra pavorosa crisis económica, conviene echar un vistazo a los datos de vacunación. En Alemania, solo el 68% de la población ha recibido la dosis completa, en Reino Unido el 69% y algo más en Francia (70%) y Holanda (72%). Todos ellos, en cualquier caso, muy por detrás de España (80%) y de Portugal (87%). La resistencia de los alemanes y de los holandeses a vacunarse ha provocado nuevos confinamientos, duras restricciones y (oh, cielos) una mayor destrucción de la economía.
Habría algo de justicia poética en que en esta ocasión, de acuerdo con la señora Von der Layen, pusiéramos nosotros los hombres de negro que visitaran aquellos países tan díscolos para decirles con severidad que ya está bien de bromitas y que hagan el favor de comportarse con rigor y disciplina y que maduren de una vez, que no podemos estar pagándoles toda la vida los caprichos.
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Del mismo modo, y viendo que en Finlandia el porcentaje de vacunados apenas alcanza el 70%, quizá debamos dejar de mirar con tanto arrobo al sistema educativo de un país que permite alegremente semejante grado de estulticia. A ver si al final lo del informe PISA sí que va a ser una estafa piramidal orquestada por Bill Gates y está mejor lo nuestro.
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