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Según datos del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación (MAPA), solo en 2020 las familias españolas tiraron a la basura casi 1,4 millones de toneladas de alimentos, unos 31 kilos por persona y año. Si nos vamos a la cadena en su conjunto, España ... desperdicia 7,7 millones de toneladas anuales. En la Unión Europea (UE) y sin contar con la producción primaria, el 39% se genera en la industria alimentaria, el 5% en el comercio, el 15% en la restauración y el 41% en los hogares. Esto conlleva un elevado coste económico, la pérdida de recursos y un impacto medioambiental a lo largo de toda la cadena.
Sobre esta cuestión el Consejo de Ministros ha aprobado recientemente un proyecto de ley, con el que comienza un proceso de discusión y aprobación parlamentaria que debería permitir así su entrada en vigor el 1 de enero de 2023. Algunas de las medidas más llamativas son la obligación de disponer de planes de prevención o las fuertes sanciones a los más infractores. Se trata de aplicar el modelo de quien desperdicia paga, frente al de quien no desperdicia se le premia; un viejo debate que nació con las primeras políticas ambientalista de la UE.
En todo caso, este tipo de medidas no va a conseguir mejorar nuestra economía de forma perceptible ni va a paliar el hambre extrema que se sufre en muchas parte del mundo. En la práctica la gestión alimentaria no depende solo de la capacidad de generar excedentes suficientes, sino de ponerlos en destino en buen estado, para lo que alguien los tiene que comprar o, se deben donar, con los enormes gestos logísticos que supone.
Lo que sí puede alcanzar esta nueva norma son dos logros no menores. Uno intangible, como es la generación de conciencia social sobre el valor y la necesidad de cuidar de nuestros alimentos; y otra más tangible, como socorrer a aquellas personas que viven en la propia UE y que necesitan ayuda para poder acceder a alimentos cada día.
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