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Un partido político es una curiosa mezcla de posturas ideológicas, ambiciones de poder, narcisismos cuasipatológicos, enemistades e incluso afinidades. No resulta fácil interpretar los movimientos que se producen en su interior porque siempre se nos escapan las claves más íntimas, esas que anidan en los ... rincones remotos del cerebro y que nunca se verbalizan. Los políticos hablan mucho pero dicen poco y los más hábiles parecen llevar siempre una cinta métrica en el bolsillo, como los carpinteros antiguos, para medir sus palabras.Son capaces de soltar mil adverbios y un solo sustantivo. En un fascinante libro de Javier Cercas, 'El impostor', el escritor advierte que, en mayor o menor medida, todos nos pasamos la vida construyendo un complicado entramado de ficciones para esconder lo que verdaderamente somos, lo que verdaderamente queremos, lo que en ocasiones ni siquiera nos atrevemos a confesarnos a nosotros mismos. La política es, en cierto modo, la sublimación de la impostura.
Así que, antes de embarcarnos en una exégesis más o menos aproximada de lo que está sucediendo en el Partido Popular de La Rioja, atengámonos, como haría Descartes, a los hechos desnudos, a la verdad fáctica, al «pienso luego existo» de este problema filosófico:
1. Alberto Bretón, que era el secretario general del PP en La Rioja, quiere ser el presidente.
2. Ceniceros, que se va, se siente traicionado por Bretón. Y decide defenestrarlo.
Estas dos evidencias, larvadas desde hace tiempo, se desvelaron este miércoles con toda su crudeza en el comité ejecutivo regional del partido. A Sanz nadie le alzaba la voz no porque tuviese mucho poder de convicción, sino porque engarzaba mayorías absolutas y podía repartir favores y castigos como un Luis XIV del Alhama-Linares. Infundía más miedo que respeto, pero sus súbditos sabían que si querían pillar algo no les quedaba más remedio que agachar la cerviz y reprimir cualquier protesta. A Ceniceros, sin embargo, se le alborota el gallinero porque perdió las pasadas elecciones y porque lleva dos años yéndose sin irse, instalado en una insólita vicepresidencia del Parlamento, mientras sus supuestos sucesores se comen las uñas esperando a que alguien convoque el congreso que debe determinar el futuro del Partido Popular en La Rioja. Bretón y sus afines ya llevaban días moviéndose y tanteando el terreno, lo que ha despertado la indignación jupiterina de Ceniceros.
Sobre esta base cartesiana, podemos avanzar una hipótesis: el tiempo importa. Quizá incluso sea la clave. El comité electoral del miércoles no iba a durar mucho, pero se alargó dos horas y media. Ceniceros, que comunicó la destitución de Bretón, no encontró el plácido silencio que tal vez esperaba, sino que escuchó protestas. El presidente del Partido Popular se resiste a lanzar la carrera por su sucesión y algunos incluso se malician que quiera retrasarla hasta bien entrado el próximo año. «No será a corto plazo», subraya. Quienes más prisa tienen insisten en que es necesario que el futuro candidato tenga tiempo de sobra para construir una alternativa a Concha Andreu. El calendario depara además otra peculiaridad: los de la barriada de enfrente están pendientes de celebrar su propio congreso para resolver esa feroz lucha fratricida –de momento congelada– entre el secretario general del PSOE, Francisco Ocón, y la presidenta Andreu. Si el Partido Popular aplica una ración desmesurada de rajoyismo tántrico puede encontrarse con que, antes siquiera de celebrar su propio cónclave, el PSOE ya haya resuelto el suyo, se complete la vacunación, la pandemia se desvanezca y a la economía le vuelvan a poner pilas. Sería el peor escenario posible para asistir a una nueva pelea de gallos en el PP y una herencia endemoniada para el sucesor de Ceniceros. A todo esto debemos añadir que hay un agua pasada que todavía mueve molinos: las heridas que dejó el congreso de Riojafórum del año 2017 cicatrizaron mal y amenazan con abrirse otra vez. Como diría Julio Iglesias, demasiada gente aún recuerda aquel ayer tan turbulento y divisivo.
Los relojes antiguos de pared solían incorporar una inscripción latina en su esfera: «Tempus fugit». Ay, el tiempo...
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