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Como 'El puente' tituló el periodista norteamericano David Remnick su monumental biografía sobre Obama. Hacía alusión no solo al carácter metafórico de esa imagen, que enlazaba con la idea dominante en el discurso del protagonista del libro (su tendencia a unir, contra la obsesión usual ... de tantos gobernantes por dividir) sino que remitía a un hito histórico de decisiva importancia en el imaginario de la Norteamérica reciente, trascendental también en la formación de aquel joven hawaiano que más tarde llegaría a la Casa Blanca: ese puente del libro era el puente de Selma, localidad del profundo sur estadounidense. Donde centenares de personas que reclamaban una mejora en sus condiciones de vida derechos civiles (negros en su práctica mayoría) sufrieron el asalto de las fuerzas del ¿orden? allá en 1965 y escribieron con su martirio una página memorable para las generaciones venideras. Una fuente de inspiración registrada, en efecto, encima de un puente. Ese ingenioso invento de extrema utilidad: sirve para unir dos orillas en principio separadas.
Es el caso de otro puente más cercano, el de Arenzana. Que acaba de protagonizar otro suceso histórico, aunque al estilo celtibérico. Una hazaña que hubiera hecho felices a Azcona y Berlanga. Aunque no se podía cruzar en vehículo por su espinazo, habida cuenta el mejorable aspecto que presentaban sus huesos, un camión que repoblaba con truchas el tramo del Najerilla donde se asentaba su estructura cruzó por allí una tarde, con los resultados conocidos. El puente se vino abajo, lo cual sin embargo no es lo más asombroso de esta esperpéntica experiencia: lo más sorprendente son las razones esgrimidas por la Administración que tutela esa humilde joya de la ingeniería de La Rioja, de valioso valor sentimental por cierto, para descuidar su protección primero y para negarse después a levantar de nuevo el esqueleto, arreglarlo como debería ser norma (la misma norma que tantas veces la propia Administración aplica para reclamar atenciones semejantes a los particulares con los bienes que custodian) y devolverlo a la vida. La Consejería que protagoniza semejante atropello contra la razón y contra la propia esencia de lo público (velar por lo que es de todos) se intitula de Desarrollo Sostenible. Visto lo visto, puede ir cambiando su nombre. No es ni lo uno ni lo otro.
La triste muerte del puente de Arenzana tiene bastante de metáfora del actual ecosistema político de la región. Faltan puentes, en efecto. Los pocos que había se destruyen y nadie observa luego ningún interés en repararlos. Sirve como símbolo de semejante grieta el comatoso aspecto que presenta la relación entre Gobierno y PSOE, en teoría el partido que le sustenta: mientras Concha Andreu introduce una cuña en forma de salario público para algunos miembros de la ejecutiva con la intención de socavar la autoridad de Francisco Ocón, las viejas afinidades continúan en barbecho, sin atisbar en el horizonte inmediato siquiera una leve posibilidad de acuerdo. Y rotas también las relaciones internas entre las diversas facciones de su principal rival, el PP. Uno de cuyos dirigentes meditaba con cierta frialdad y alguna autocrítica el espectáculo que ofrecen sus adversarios socialistas en estos términos: «A lo que más me recuerda el lío que tiene el PSOE es a nosotros mismos».
Pero siendo peligrosa y nada edificante la propensión de nuestra clase política a la división, resulta todavía más preocupante que esa tendencia haya contaminado al conjunto de la opinión pública. Los incidentes del pasado fin de semana en Logroño merecen diversas interpretaciones, desde la lectura sociológica al análisis de la psicología de masas, pasando por el estudio de la violencia juvenil, pero son todas compatibles con una desoladora conclusión: que prende también entre anchas capas de la sociedad un perverso mecanismo a dinamitar los puentes. El diálogo generacional, por ejemplo, se ve sometido a los avatares de la profunda brecha abierta entre quienes gozan de un estatus más o menos privilegiado (aunque sólo sea por cuestión de edad) y quienes solo contemplan un futuro tan lúgubre como su siniestro presente. Carente de un esfuerzo superior al que asiste a sus dirigentes por entenderse entre sí, por aceptar las razones del otro, la ciudadanía del 2020 se asoma a los perniciosos efectos que caracterizan a otra brecha, la social, que agrieta los cimientos del edifico institucional. Tocará cualquier día reconstruir la convivencia, se supone que con mejores expectativas que las reservadas por la Administración riojana para el derribado puente de Arenzana.
«Toca coser» decían sus fieles al término del congreso que entronizó a José Ignacio Ceniceros. Era la metáfora empleada por sus afines para anunciar un nuevo tiempo de estabilidad sin revanchismo que nunca llegó. Le toca coser también al próximo inquilino de la Casa Blanca el desconchado tejido social de su país. Para lo cual precisará lo que estuvo ausente en el PP, el atributo también desaparecido en las intrigas del PSOE. La idea de generosidad, rasgo donde, como suele olvidarse, habita el estilo de gestionar el éxito que caracteriza solo a los mejores. Igual que olvidamos que mientras se polariza el discurso político, también se acaba radicalizando el debate ciudadano, intoxicado por los mensajes catastrofistas y las noticias falsas. Que suelen ser preludio de estallidos violentos, el desenlace tristemente habitual de ese momento terrible en que una sociedad dinamita todos sus puentes.
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