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DESIDERIO C. MORGA
Martes, 4 de septiembre 2018, 08:22
Hubo en Nájera una playa cuyo volumen de arena equivalía a un camión y a sucesivos portes, según se precisaran acarreos. En 1965, un sucinto expediente municipal describe «la necesidad de alguna piscina que sirva de solaz y esparcimiento a los muchísimos turistas, tanto extranjeros como españoles, que durante la época estival visitan nuestra ciudad». Extranjeros, la verdad, pocos se veían. Peregrinos, tampoco, salvo algún espontáneo con bordón y esclavina. A veces se dejaba caer algún ilustre, como Fraga Iribarne o Miguel Delibes que, en sus jornadas de pesca en el alto Najerilla, paraban a tomar un refrigerio en la pensión Perica.
Los que sí venían eran los bilbaínos. De todo el País Vasco, Zaragoza, Madrid y otras provincias. Todos los veraneantes se llamaban bilbaínos, tal era el poderío de los hijos de Aitor.
Nájera quiso estar a la altura de una promoción turística de Estado, la nueva apuesta tecnócrata para salir de la autárquica caverna en blanco y negro que enmohecía España. Las costas mediterráneas y las piscinas públicas, la red de paradores y los retablos folclóricos del Ballet Nacional, las justas medievales, las galas verbeneras y los festivales de la canción moderna comenzaron a ser moneda de uso común y Nájera aportó su granito de arena con acierto.
En la década de los 60, la ciudad era un álbum de preciosas postales que Ignacio Zuloaga, entre otros notables paisajistas, plasmaron cautivados por su hechizo y el consistorio quiso estar a la altura de los tiempos. Con cuatro trazos de paleta, dibujó una acuarela de fantasía, una playa fluvial con el siguiente diseño: la limpieza de cien metros de río en tramo semiurbano, una presa de cascajo para remansar el agua con profundidad paulatina, el montaje de una plataforma de madera a modo de trampolín adosada a un martillo de hormigón defensivo y un par de remolques de arena fina esparcida en la orilla.
Era una zona de baño felicísima y amena, con unas aguas esmeraldas o turquesas, según los reflejos de la luz, y un lecho de canto lavado bajo una extensa lámina cuya mansedumbre y claridad sugerían encanto y armonía a los bañistas. Los más osados se apostaban en aquel malecón para exhibir sus destrezas con saltos temerarios y alardes de buceo a pulmón libre en la parte profunda del pozo. Enfrente, sentado en el arenal, un público femenino contemplaba con disimulo las escenas mientras se extendía crema solar o ajustaba sus gorros de baño. En el amplio vaso del remanso, chapoteaban los niños y nadaban los mayores entre colchonetas, neumáticos y alguna canoa de factura casera.
De espaldas a la playa, estaban las choperas del Paseo de San Julián. Las separaban los espigones perpendiculares al río y por ellas cruzaba un arroyuelo que tributaba sus aguas entre espesos cañaverales, espadañas y aneas. Todo ese codiciado edén tenía los años contados y esa franja silvestre vería reemplazada su preciosa naturaleza por una serie de instalaciones dotacionales culminadas en el desusado Hotel San Fernando. El Paseo, en su integridad, estuvo en un tris de ser enajenado para construir trescientos chalés a instancias de un promotor donostiarra, pero este es un asunto que merece reportaje aparte.
Retomando el relato, añadir que muy cerca de la Playa había otro lugar maravilloso: 'El Ruedo', una plaza de toros de mamposta y teja árabe, rodeada de chopos y mimbreras y sabiamente adaptada por su dueño para otros menesteres además de la tauromaquia. Promovió un camping pionero que hoy es histórico, un figón-asador donde se merendaba bajo pérgolas de rosas y un patio de verbenas sabatinas decorado con faroles a la veneciana y amenizado por música en boga mediante gramola y tocadiscos de postín. El neorrealismo italiano hubiera filmado aquí sus mejores exteriores.
Aquel entusiasmo municipal por fomentar el turismo, se forjó en una argamasa de atractivos que Nájera poseía per se y la comisión designada para su impulso poco hubo de discurrir a fin de ponerlos a disposición de turistas y lugareños. Como bien expresó uno de los ediles en sus consideraciones al respecto, el mascarón de la ciudad lo aportaba Santa María la Real; y añadía dos elementos más en su inventario de ofertas: el Paseo de San Julián y el Castillo con sus cuevas y aledaños. Apuntaba la idoneidad de una hospedería o parador encastrado en el Monasterio y poco más. Omitía, por innecesarias, las carencias que con el tiempo han ido relegando a Nájera a un lugar de visita, sí, pero fugaz y de paso. Entonces el casco antiguo era la almendra vital y pulsátil: callejuelas encantadoras con floridas fachadas, comercio familiar muy surtido, abacerías, pequeños talleres, bodeguillas y población. Gente que animaba aquel espacio, vecindad con la que se integraba el veraneante hasta hacerse un paisano más, donde hacía su compra, disfrutaba del baño, alternaba y merendaba en sus envases. Vivían la vida con una alegría estival que acabó por formar una colonia, la colonia de los bilbaínos que hasta tenía playa propia.
Nájera poseía su historia de siempre con el añadido de un agradable aspecto rural, dotado de idiosincrasia y estamento: personajes que le daban carácter, lugares donde la costumbre se hacía estilo de vida, rincones de encuentro, forma y tejido humano, sabor de barrio. Ese es el déficit que ha intoxicado a la ciudad hasta decaer en el sargazo amorfo de una expansión que ha despreciado sin pausa la médula de su identidad hasta el abandono más ingrato. No hay otra fórmula para recuperar aquel esplendor que volver al origen, replantear la raíz y cuidar lo que se postergó en aras de un malentendido progreso que no hace sino hundirnos en la arena movediza de la vulgaridad, el desencanto y la resignación. Toda inversión e iniciativa que no sea atajar esta rémora será baldía y patética. Sólo realzará la miseria de un ostracismo situado en el gastado corazón del casco antiguo, diagnosticado de abulia desde hace décadas y desprovisto de iniciativa municipal para remediar su evidente deterioro. Volver cual hijo pródigo a la casa del padre y darle lo que nunca debió de perder: cariño, cuidados y respeto. Ese es el camino para poder bañarnos de nuevo en las aguas límpidas y frescas de una Nájera genuina cuyos vestigios es de ley recuperar.
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