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El pasado jueves, 177 diputados sacaron el martillo, lo alzaron con rabia y sellaron el ataúd del 15M. En realidad, las plantas que habían echado raíces sobre aquella tierra juvenil, abonada de ilusiones y proyectos, hace tiempo que yacen en el suelo, mustias, exánimes. Creíamos ... que eran plantas carnívoras y resultaron ser gladiolos. Pablo Iglesias ha abierto un bar, Albert Rivera anda metido en sus negocietes, Inés Arrimadas se esfumó en el viaje de Barcelona a Madrid y Alberto Garzón estuvo a punto de ingresar en un lobby capitalista, pero las redes sociales lo acobardaron. Todos ellos vivieron rápido, murieron jóvenes y han dejado cadáveres más bien feos. No todo el mundo puede ser Jim Morrison.
Cuando los sociólogos analicen el fenómeno del 15M descubrirán que en esa febril amalgama de protestas había de todo: funcionarios y pensionistas enfadados con los recortes salvajes de Zapatero, tipos hasta el gorro de la desfachatez del PP y de su corrupción galopante, ciudadanos que exigían que los políticos dejaran de comportarse como una casta.
Casta, esa palabra.
Se hablaba entonces de eliminar los aforamientos, de recortar los salarios públicos, de acabar con las puertas giratorias, de poner fin a los «privilegios» de los políticos, muchos de los cuales no tenían más mérito que haber ascendido desde las juventudes hasta los ministerios sobando las chepas adecuadas. Por un momento pareció que el 15M había abierto por fin las ventanas del sistema y que un soplo de cierzo vivificante estaba a punto de barrer las viejas componendas.
Y sin embargo, este jueves, en el Congreso, 177 diputados aprobaron una ley de amnistía cuyo primer –y quizá único– motivo se expuso con descarnada claridad en la misma noche electoral: se trataba de comprar siete votos para una investidura a cambio de garantizarle la impunidad a una sola persona, Carles Puigdemont. Si esos votos no hubieran sido necesarios, nadie se habría planteado la amnistía, que seguiría siendo inconstitucional, indeseable e incluso absurda. Pocas veces se ha definido la palabra 'casta' de una manera tan palmaria y espeluznante: unos políticos salvando a otros políticos para seguir un ratito más en el poder. Ya tuvimos un fascinante aperitivo en la legislatura pasada, cuando se retocó el delito de malversación (¡la malversación!) para rebajar la responsabilidad penal de unos patriotas que se gastaron en repúblicas de fantasía el dinero de los hospitales y de las escuelas.
Si la amnistía hace posible una mayor reconciliación, será en todo caso un agradable efecto secundario, como quien toma Ozempic para la diabetes y de paso adelgaza unos kilitos. Su objetivo primero nunca fue ese. Y si uno escucha las exquisitas y gentiles palabras de Miriam Nogueras o de Gabriel Rufián en la tribuna del Congreso tampoco parece que el espíritu conciliador haya anidado por igual en todos los corazones.
Se ha consumado, en fin, un obsceno y definitivo intercambio de privilegios. Cuando uno observa el cadáver del 15M, recién amortajado, no puede sino sentir cierta ternura. ¡Íbamos a acabar con los aforamientos y hemos terminando otorgando un fuero casi medieval a un fugitivo! Uno puede contemplar esta sucesión de añagazas con una sonrisa divertida y asombrada, como quien observa una partida de póker entre tahúres, y tal vez esa sea la actitud más aconsejable, pero no deberíamos olvidar que de este estiércol también se alimenta, impetuosa y amenazante, la hidra venenosa de la ultraderecha.
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