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Esta crónica puede leerse como un lamento personal e incluso como un argumento en favor de una importante subida de sueldo, aunque va más allá de una simple jeremiada: el último pleno del Parlamento –al que tuve el gozo y el honor de asistir gracias ... a este periódico– duró casi once horas. Empezó a las nueve de la mañana y acabó a las nueve de la noche. A eso de las dos de la tarde, en pleno clímax, a sus señorías les entró el gusanillo y pararon una horita para echarse un bocadillo o unos caparrones, según el grado de desafío que quisieran afrontar en sus escaños a las cuatro de la tarde.
Lo del jueves no fue una excepción. El pleno anterior duró nueve horas. Y hace un mes hicieron uno –yo creo que trataban de batir algún récord– de diez horas y no pararon ni para comer. A medida que desfallecían, como en la Isla de los Famosos, iban saliendo sus señorías del hemiciclo con ademán urgente, derrotados por el estómago. Es de agradecer que no hayan tratado de mantener viva la ficción de que no se alimentan (visiblemente errónea) y ahora paren para comerse algo o tomarse un redbull.
Los periodistas, poco entrenados en el ultrafondo, vamos cayendo a medida que la sesión avanza y solo alguno consigue –con grave riesgo de su salud y abierto desprecio por la conciliación familiar– aguantar hasta el final. A veces, para adelantar trabajo, abandonamos el hemiciclo y seguimos la sesión por Youtube o por la página web del Parlamento. Es un ejercicio que ustedes mismos pueden hacer. Enchúfense y verán qué juerga. Es gratis. Estaría bien que la presidenta de la Cámara diera los datos de audiencia al final de cada sesión plenaria. Por fuerza tiene que ser un número tremendo: de dos espectadores no creo que baje.
Los diputados trabajan, tal vez demasiado. Pasadas las primeras horas, que son las más animadas y fructíferas, las sesiones parlamentarias se convierten en etapas llanas del Tour: todo es un rodar predecible y prolijo, y ni siquiera hay esprinters en el pelotón para darle un poco de vidilla al final. Es una representación teatral extraña. Los políticos salen a la tribuna, hacen larguísimos discursos, se miran fijamente, se retan, enseñan papeles al aire, claman al cielo, gesticulan..., y nadie los mira. Pese a esta sucesión de maratones, la producción legislativa es muy escasa y casi todas las proposiciones se limitan a instar a Fulanito para que a su vez inste a Menganito a ver si hace algo. Mucha instancia y poco rock and roll.
Caen nuestros representantes en un error básico de oratoria: todo lo que se dice en quince minutos se puede decir mejor en cinco. En cualquier caso, se diría que estamos ante un fallo de diseño. El Parlamento ahora es profesional. Mejor dicho: se les concedió a los diputados un insólito profesionalismo a la carta. Montar plenos de diez horas parece el colmo del parlamentarismo, pero en realidad es su tumba; una manera de quitarse de encima un trámite engorroso, como quien se toma una medicina amarga de golpe. ¿Por qué se hacen sesiones interminables cada quince días y no una o dos, más ágiles, más cortas, cada semana? ¿Por qué a tanta gente le cuesta entender que, como decía Gracián, la brevedad «es lisonjera y más negociante» y que «gana por lo cortés lo que pierde por lo corto»?
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