Voluntarios y afectados por la DANA, en una calle de Paiporta. M. Bruque (EFE)

Crónicas venenosas

Al pueblo lo carga el diablo

«Durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que les obligue a todos al respeto, están en aquella condición que se llama guerra» (Thomas Hobbes, 'Leviatán')

Pío García

Logroño

Domingo, 10 de noviembre 2024, 08:35

Siento una reacción casi alérgica cuando alguien pronuncia, en términos elogiosos e inquebrantables, las palabras «pueblo» o «gente». Me salen corronchos en el cerebro, como si de pronto hubiera respirado dos toneladas de polen puro y debiera recurrir a una inyección de adrenalina para evitar ... el shock anafiláctico. Esa idea de un solo pueblo, altruista y solidario, que avanza unánime hacia un objetivo indiscutible pese a las malvadas fuerzas que lo oprimen deja demasiados cabos sueltos y no aguanta un mínimo de reflexión histórica.

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El «pueblo» es el crecepelo de los charlatanes: la unidad de destino en lo universal, el poble de Puigdemont, la Euskal Herria de los bildus, la Essspaña de Vox, la MAGA de Donald Trump, la Rusia eterna de Putin, la patria bolivariana de Maduro. Ya lo decía Mussolini: «El fascismo se opone a la democracia, que confunde al pueblo con la mayoría».

Pero no hay un solo pueblo, Benito, nunca lo hubo; hay, en todo caso, muchos pueblos, infinitos pueblos, de formación heterogénea y comportamiento tornadizo. Pueblo es el que ayuda en Valencia, el que dona dinero a los damnificados, el que coge una escoba para barrer el fango; pero pueblo es también el que roba en los negocios después de la riada, el que saca un palo para atizar al presidente, el que vende las botellas de agua a ocho euros, el que atasca las carreteras porque no obedece las normas. El lema 'solo el pueblo salva al pueblo', que se ha hecho tan viral, es en sí mismo un pernicioso bulo que conviene desmontar cuanto antes.

El pueblo salva y condena: unos tipos ayudan con tractores y otros edifican en zonas inundables. A veces son incluso los mismos. Por eso se necesitan las leyes, los tribunales, los procedimientos, la administración, el respeto por las minorías, los gobiernos. Es cierto que tras las tormentas hemos asistido a un hermoso despliegue de solidaridad y a lacerantes muestras de incompetencia, pero no debemos extraer conclusiones precipitadas que abonen el camino de la antipolítica. Para encauzar toda esa marea de voluntarios se requiere orden, mando, planificación, prioridades.

La reconstrucción de Valencia no resolverá en una semana; necesitará meses, incluso años. Solo con voluntarios no se conseguiría jamás; esa es tarea de todo el Estado y ahí deben aplicarse nuestros impuestos. Un pueblo sin gobierno se convierte en una masa informe y peligrosa, aunque las personas individuales estén animadas por los más altos sentimientos, cosa que no siempre sucede.

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Cuando redactaron la Constitución de Cádiz, los próceres de la patria cometieron el exceso de entusiasmo de aprobar el artículo seis: «El amor de la Patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles, y asimismo el ser justos y benéficos». Pronto se vio que no todos los españoles eran «justos y benéficos», empezando por el primero de todos ellos, el entonces rey Fernando VII, que en cuanto pudo los traicionó. Los borbones siempre han tenido su puntito, hay que reconocerlo.

Resulta osado en estas circunstancias hacer una defensa de la política, pero la crítica a la incompetencia particular (Mazón tendría que regresar hoy mismo al mundo de la canción melódica) y el lamento por unos dirigentes cobardes y minúsculos no debería hacernos pensar que solo el pueblo salva al pueblo. Suele ser al contrario.

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