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Aunque citarse a uno mismo no está bien visto –salvo que seas científico y quieras ganar puntos en los rankings–, no me resisto a la tentación de exhumar un artículo que escribí en este periódico hace más de diez años. Lo encontré el otro día ... por casualidad, mientras buceaba en el archivo. Me pareció que cobraba, precisamente ahora, una extraña actualidad, como si el mundo estuviera dando vueltas en círculos y solo se produjeran cambios de latitud: lo que ahora es norte, antes era sur. El artículo, publicado en abril de 2013, se titulaba «Plasmados». He aquí un extracto:
«Dicen los físicos teóricos, gente admirable, habitantes de un fascinante mundo de números, letras griegas y ecuaciones, que la materia se nos presenta en cuatro estados: sólido, líquido, gaseoso y plasma. Confieso que este cuarteto me provocaba hasta hace poco frecuentes dolores de cabeza. Yo sabía bien cuándo algo era sólido (la mesa), líquido (el agua) o gaseoso (el vapor), pero no podía siquiera intuir qué cosa era un plasma. (...) ¿Qué forma tiene, cómo huele, a qué sabe? ¿Dónde puedo ver uno? Ahora por fin lo sé: Rajoy es un plasma. Lo veo hablar siempre a través de una pantallita extraplana, confortablemente encerrado, sin posibilidad alguna de interconexión con la humanidad preguntona, lejano y difuso como un demiurgo tecnológico y hasta me parece que, como aseguran los físicos, arrastra algún tipo de desequilibrio electromagnético: balbucea, se desdice, en ocasiones se trompica y nunca jamás bajo ningún concepto pronuncia la palabra Bárcenas».
Con Rajoy nos metíamos mucho porque no admitía preguntas y vivía en la Moncloa como si hubiera entrado en alguna orden de clausura. A los socialistas aquello también les parecía muy mal. Entonces hablábamos de rendir cuentas, de regeneración democrática, de dar explicaciones, de comparecer ante los medios. El mundo ha girado, ya lo ven, pero solo para descubrir una inesperada mutación del virus del plasma: ahora no solo se utiliza la televisión como mágico escudo protector, también se escriben cartitas que luego se cuelgan en Equis o en Instagram. El efecto, como se ve, es el mismo: una mortecina y tramposa sucesión de monólogos.
En esta tendencia a las homilías sin preguntas, Sánchez no solo ha copiado a Rajoy, a quien tanto criticaba, sino que ha creado nuevas y sorprendentes formas de escurrir el bulto. Desde la pandemia, el presidente se aficionó al formato de la «declaración institucional», que es una manera pomposa de decir: yo suelto mi monserga con unas banderitas detrás y que os den a todos. Este desprecio a la transparencia informativa esconde, en realidad, tanta soberbia como miedo. La sucesión de cartas a la ciudadanía ha convertido a Pedro en nuevo San Pablo, unidos en los sermones a los filipenses.
Lo peor de todo es que las conductas de los generales las copian los sargentos, y esto va camino de convertirse en una moda cada vez más cutre. Para anunciar su despedida del Parlamento y su renuncia a la reelección como secretaria general, Concha Andreu evitó comparecer ante los medios, rehusó responder a cualquier cuestión y colgó en Equis –¡cómo no!– una carta a los afiliados. Al día siguiente concedió una única entrevista en un solo medio de comunicación. El jueves, minutos antes de su último pleno, dijo a todo correr cuatro naderías en el vestíbulo del hemiciclo.
Esta gente –conviene recordarlo– era la que ponía a parir a Rajoy por comparecer encerrado en un plasma. Y esta misma gente –también conviene recordarlo– es la que a veces te mira muy empinadamente, como ofendida, para gritarte: «¡No todos los políticos somos iguales!».
Ojalá no fueran tan iguales. Ojalá se extendiese la costumbre –también entre los periodistas– de juzgar las cosas por lo que son y no por quién las hace.
Tomemos un caso reciente, de signo inverso: el PP se indigna con los exabruptos del ministro Puente segundos antes de colgarle una medallita a un cafre cuyo único mérito ha sido insultar groseramente al presidente del Gobierno español. ¡Qué lección de patriotismo, de lealtad institucional, de coherencia!
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