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Si Podemos fuera una serie de televisión, estaríamos al inicio de la tercera temporada. Es como si los guionistas hubiesen escrito los libretos anteriores puestos ... hasta arriba de cocacola y anfetaminas: en la primera temporada casi ganan las elecciones y en la segunda, se quedaron a un pasito de desaparecer. De los cinco amigos fundadores solo queda uno en pie, aunque ahora se dedique a la hostelería y al «periodismo crítico» (sic). Los demás se fueron cayendo por el camino, víctimas de envidias cruzadas, amoríos frustrados y riñas tumultuarias. Fue Podemos, en sus mejores tiempos, una insólita mezcla entre 'El ala oeste de la Casa Blanca' y 'Al salir de clase', aunque al final se acabó imponiendo el espíritu adolescente.
Todo aquello ya pasó. Podemos perdió muy pronto el entusiasmo circular y se convirtió en una monarquía hereditaria, severamente jerarquizada. Sin embargo, mientras su imagen especular, Ciudadanos, acabó en la sepultura tras una vida fulgurante y excesiva, Podemos terminó tumbado en la lona, pero con un hilillo de aliento.
La tercera temporada arranca aquí: quedan cuatro diputados, una eurodiputada, un sumo pontífice que habla ex cathedra y algunos abnegados fieles que se mantienen leales a una marca que casi les hizo asaltar los cielos. Las comparaciones entre la quinta asamblea, que se celebró el pasado fin de semana, y la primera –aquella efervescencia juvenil en Vistalegre– resultan evidentes y dolorosas, pero Podemos se encuentra hoy, de una manera un tanto inesperada, ante una oportunidad para la resurrección. Nadie piensa en una resurrección apoteósica, como las que aparecen pintadas en las cúpulas de las iglesias barrocas, sino en un modesto levántate y anda, un retomar el camino, un volver a pintar algo. Descartada –mal que le pese– la divinidad de Pablo Iglesias, el mérito de esta posible e inesperada resurrección hay que atribuírselo, quién lo iba a decir, a Donald Trump y a la sacudida geopolítica global.
No es lo mismo gritar 'No a la guerra' desde la oposición que desde el butacón principal de un Ministerio. En su batalla por reconquistar el territorio a la izquierda del PSOE, Podemos acaba de conseguir una baza importante y fácilmente estampable en camisetas. Ni Sumar –sea eso lo que sea– ni Izquierda Unida están en disposición de arrebatarle esa bandera. Lo de menos será la calidad de sus argumentos: Ione Belarra e Irene Montero sonarán al menos coherentes cuando critiquen el gasto en defensa o defiendan la libertad del pueblo saharaui. En cambio, Yolanda Díaz, Erenst Urtasun o Sira Rego podrán desgañitarse lo que quieran, pero forman parte de un Gobierno que se va a gastar un pastizal en tanques y misiles. El asunto les incomodará, por supuesto, aunque no lo suficiente como para bajarse del coche oficial. Y ese es un apetitoso regalo para Iglesias y los suyos.
Está por ver si esa previsible sacudida tiene algún eco en La Rioja. Podemos lleva dos años «de perfil bajo», como reconoce su coordinadora, Arantxa Carrero. Sin diputados, tras la insólita renuncia de Raúl Pérez, y con una sola concejala, Amaya Castro, defendiendo el orgullo morado en el Ayuntamiento de Logroño, su capacidad de acción política es ahora muy reducida. La asamblea madrileña debería ser el prólogo de una reconstrucción local, aunque en un partido con tanto peso de la marca y de los líderes nacionales, todo dependerá de si Montero, Belarra e Iglesias saben cómo resucitar.
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