Ángel Alda, burlando milagrosamente la opresiva censura gubernamental. SULEYMAN EVRAN/SADÉ VISUAL
Crónicas venenosas

Aquí, luchando contra la dictadura

«Hay personas tan adictas a la exageración que no pueden decir la verdad sin mentir» (Josh Billings)

Pío García

Logroño

Domingo, 26 de noviembre 2023, 08:24

Siempre que oigo la palabra autocracia, sonrío y me acuerdo del Autocross que me trajeron los Reyes. El cerebro humano es así de pintoresco. De pronto las neuronas hacen extrañas conexiones, enlazan palabras absurdas y el universo cambia milagrosamente por una aliteración. El Autocross era ... un juguete de los buenos, aunque a los chavales de ahora les parecería un cachivache tontorrón: tenía un volante de plástico con el que se manejaba un cochecito minúsculo que viajaba siempre por la misma carretera. A mí me volvía loco y desde entonces las palabras que empiezan por 'auto' desencadenan en mí este insólito efecto proustiano: por un instante vuelvo a mi infancia, a los seis o siete años, cuando Franco acababa de morir, yo manejaba ese humilde cochecito y España se disponía a completar, contra todo pronóstico, una de las gestas más asombrosas en la historia política mundial. Un país menor, remoto y atrasado, que se había pasado dos siglos de guerra civil en guerra civil, se disponía a recorrer pacíficamente el angosto camino que va de la dictadura a la democracia. Por muy imperfecta que fuera la transición, hay que valorar aquel encaje de bolillos, aquel juego de billar a siete u ocho bandas, aquella decisión casi unánime de no andar matándonos por las esquinas.

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Y ahora, cincuenta años después, sube Ángel Alda, portavoz de Vox, al estrado del Parlamento de La Rioja y nos informa de que en España ha habido «un golpe de estado» y de que en el Palacio de la Moncloa hay un gobierno «ilegítimo e ilegal» presidido por un «autócrata con afán de tirano». Lo raro es que la BBC aún no haya abierto los telediarios con esta nueva y pavorosa dictadura. Estará el corresponsal de copas con los amigotes.

Habrá que conceder, sin embargo, que se trata de una dictadura un poco rara. Yo mismo he escrito más de diez artículos en contra de la amnistía de Sánchez –por impúdica, inicua y falsaria– y todavía no ha venido la policía a pedirme el DNI. Resulta frustrante. Estas cosas Franco las tenía más engrasadas. Al menos uno podía confiar en acabar en el calabozo si escribía en contra del régimen y eso le daba a la profesión un cierto marchamo de heroicidad. Más aún, tengo amigos socialistas que todavía me hablan, sin temor a ser señalados por confraternizar con alguien abiertamente opuesto a los tejemanejes de Sánchez con Puigdemont. Y aún resulta más sorprendente encontrarse a los de Vox de pinchos por la Laurel, salvo que estén sometidos por la fuerza a una bolivariana dieta de crianzas y champis en ese inhóspito Gulag.

Yo tengo una cierta incapacidad para prever los apocalipsis y quizá sea fallo mío, pero me temo que a los dirigentes de Vox se les está agotando el vocabulario. Cuando uno abusa de las hipérboles y de las enormidades léxicas, la única salida que le queda es plantarse con un megáfono en Ferraz a pegar gritos, como hizo el inefable García-Gallardo, vicepresidente autonómico y perroflauta de derechas a tiempo parcial.

Resulta un tanto fatigoso repetir una vez más que nuestro sistema electoral es parlamentario y que uno no elige directamente al inquilino de La Moncloa. Feijóo ganó las elecciones, pero Sánchez ha conseguido armar una mayoría en el Congreso. Por rocambolesca que sea esa amalgama y por abultadas que hayan sido sus concesiones, él es el legítimo presidente de un gobierno legal. El tiempo y las urnas lo juzgarán; así funciona la democracia.

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Quizá radique ahí el problema. Puede que esos exabruptos de Vox, cada vez más rotundos y tremendistas, traten de esconder una verdad incómoda. Tras las elecciones autonómicas, muchos españoles votaron a Sánchez no por gusto o por convicción, sino por miedo a encontrarse con Vox en el Gobierno. Razones había. La nefasta gestión del PP de los pactos postelectorales permitió entregar cargos públicos a figuras extravagantes, a medio camino entre la ultraderecha y el dadaísmo: ahí tenemos –y es solo un ejemplo– a la presidenta de las Cortes de Aragón, Marta Fernández, capaz de escribir asombrosas frases como esta: «Las feministas sois las nietas de los cristianos que echaron a los moros de la Península para que pudierais pasear en tetas por la calle». Yo se la hubiera puesto de comentario de texto a los alumnos de la EBAU; hay varias metáforas ahí dentro y algunos interesantes retos para la neuropsiquiatría. Por alguna misteriosa razón, a muchísimos votantes –sobre todo mujeres– no les apetecía volver de golpe a los años cincuenta, así que utilizaron su voto como cortafuegos.

Ahora vemos a los mocetones de Vox darse golpes en el pecho y entonar cánticos enojados frente en las sedes del PSOE..., tal vez para olvidar entre banderolas que ellos –oh cielos– contribuyeron decisivamente al éxito electoral de Sánchez y se han convertido en el pegamento más efectivo de la coalición gubernamental.

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